Año 1995. Un entusiasmado Tejería se larga una semana a Salamanca a hacer el examen de ingreso a la facultad de Bellas Artes. Yo, todavía sin saber qué va a ser de mí al año siguiente, le acompaño. Ambos tenemos la difusa esperanza de, por fín, vivir una aventura generacional. Nos llevamos una pistola de balines, y nos hace mucha gracia atravesar España en coche apuntando con ella a los coches que adelantamos.
Una de esas tardes salmantinas vemos en un cine céntrico La Jungla 3: La Venganza. Salimos del cine llorando adrenalina. Nos hace mucha gracia ir turnándonos en un diabólico juego: Uno corre por una calle céntrica gritando despavorido. El otro le sigue, apuntándole con la pistola . Éramos unos críos con demasiada energía. Necesitábamos la reacción ajena. Dos yonkis del aplauso, del insulto. Nos daba igual que un policía nos pegase un tiro de verdad. No sucedió nada. Era Salamanca. No era Los Ángeles.
Vigalondo, hecho polvo.
La Jungla 3 se convierte en una de mis películas favoritas. La cámara al hombro, los coches volando por los aires en los márgenes del plano, las bromas infantiles, los diálogos absurdos, la trama imposible pero implacable… La traca final es extrañísima, un anticlímax un tanto abrupto. Lo es aún más en el guión de la película editado en España en forma de libro (es posible encontrarlo saldado). En ese guión, una versión prematura de la historia, ganan los malos. Por el amor de dios. Ganan los malos.
Acaba de estallar la planta baja de un centro comercial y Jeremy Irons, el terrorista causante de todo, llama a la central de policía. Amenaza con la explosión de cientos de bombas más escondidas por toda la ciudad -¿Qué quiere, dinero? – dice el capitán enloquecido. Jeremy Irons se carcajea. No quiere dinero. Quiere humillar a alguien. Jeremy Irons sonríe y pronuncia un nombre.
-John McLane.
Estamos en un Mc Donald’s de Salamanca. Alejandro vuelve del baño aguantándose la risa: Me he limpiado el culo sin romper la tira de papel – dice – y la he vuelto a enrollar.
Quince minutos más tarde se me olvida la broma, voy al baño y soy yo el que se mancha con la mierda de Alejandro Tejería.
Una década después estoy sentado en una de las butacas del Kodak Theatre la noche de la entrega de los Oscars. Jeremy Irons, de pie a medio metro de mí, entrega el premio al mejor cortometraje de ficción de imagen real.
Jeremy Irons sonríe y pronuncia un nombre.
Un puñado de horas más tarde, estoy arrojando cajas de pizza desde una ventana elevada en el hotel Mondrian, en pleno corazón de Sunset Boulevard . Estamos en una habitación estrechísima llena de gente que apenas se conoce entre sí. Es mi primera fiesta después de dos meses de tensiones y ansias. En el suelo hay una bolsa de deporte llena de latas de medio litro de cafeína con gas. También incluye un centenar de botellitas de muestra con los licores más incombinables: Sake, Amaretto, Fernet Branca. Nadie sabe de dónde ha salido esa mochila. Hay unos veinte negros, se corre el rumor de que son policías de paisano. Demasiadas personas, demasiados pocos metros cuadrados. A veces, entre canción y canción, alguien aprovecha para confesar entre susurros que está pasando miedo.
John Mc Lane, completamente resacoso, más viejo, calvo y sucio que nunca, es arrojado desde una furgoneta en calzoncillos, en pleno Harlem, con un cartel en el pecho en el que se puede leer “Odio a los negros”. Tiene escasos minutos para salvar el mundo.
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Carneros, hecho polvo.
A la mañana siguiente de la imitación de Chiquito más televisada de la historia, con las facciones, la voz y la mente deformadas por la resaca, aguanto el tipo como puedo. Apenas tengo pulso. Estoy en chándal, en el parking de un mustio supermercado en el pequeño México, rodeado de carritos a la deriva y vagabundos. Al otro lado del móvil tengo a todo el público de Crónicas Marcianas gritando al unísono. Cojo el móvil con las dos manos para que no se me caiga al suelo.
Dos horas más tarde, sin haber tenido tiempo para ducharme, acudo con Eduardo Carneros a una entrevista con un productor que había contactado con nosotros… Sólo sabemos su nombre. Al llegar a la dirección descubrimos que estamos en MIRAMAX. En la entrevista, me cruzo de brazos para que no se me note el temblor.
Le cuento la primera media hora de Los Cronocrímenes al productor, con la serenidad de un rehén de Al Quaeda. Improviso slogans, “12 Monkeys meets Body Double” funciona extrañamente bien. Mi inglés es más lamentable que nunca: En mi cabeza flotan sintaxis alternativas. Cierro los ojos y escojo una como el que decide cortar el cable rojo a dos segundos en la cuenta atrás.
Los Ángeles, hecha polvo.
Vuelvo del baño del Mc Donald’s de Salamanca. Le explico a Tejería que me he manchado el culo con su mierda.
-No te lo vas a creer, pero…
En ese momento, la fachada del edificio de enfrente estalla en mil pedazos. Amartillo la pistola y salimos corriendo del local, entre el humo. Atravesamos Salamanca a toda velocidad mientras, a nuestro alrededor, la ciudad vuela por los aires.