Catalanismo, modernidad y sociedad civil
PÍO MOA ES UN polemista que defiende unas tesis elaboradas con carácter previo, nada originales pero de uso inmediato para la política
JAVIER TUSELL - 17/01/2005
Sorprende la facilidad con que, entre nosotros, se descubren mediterráneos inexistentes con que sustituir juicios colectivos que se suponen adquiridos con firmeza y fundamento.
Sucede luego que esos descubrimientos huelen a rancio y, además, acaban llamando la atención por su endeblez argumental y por su apego a circunstancias de actualidad o de provecho para intereses de partido.
Así sucede en historia. Me ha llamado la atención el encendido elogio que Pedro Schwartz ha hecho en estas mismas páginas de la obra de Pío Moa. De acuerdo con sus palabras, se trataría de un autor que vende libros a decenas de miles y que expone su argumentación con análisis tranquilos. Pero no es así. El señorM oae mpieza por no ser historiador: como tal, le resultaría exigible un trabajo monográfico previo sobre fuentes originales y un deseo de interrogarse acerca del pasado sin tomas de postura previas. Se trata de un polemista que utiliza fuentes secundarias y libros muy conocidos para defender unas tesis elaboradas con carácter previo, nada originales pero de uso inmediato para la política. No merece la pena polemizar con él. No vale la pena hacerlo con quien, por ejemplo, te copia páginas de tus libros, olvida las conclusiones sin recurrir a la consulta de las fuentes originales y luego las sustituye por una mezcla de medias verdades, falsedades, exageraciones, estrictas mentiras y generalizaciones abusivas.
La interpretación de Moa parte de considerar que la Guerra Civil estalló en realidad en octubre de 1934 por culpa de los dos grandes malvados protagonistas de sus escritos, las organizaciones revolucionarias y los nacionalistas. No se dejará de tener en cuenta lo útil que resulta esta concepción para el combate político diario de la extrema derecha en el momento actual. Quizá haya sido esto lo que le ha resultado atractivo a Schwartz. Ello le ha inducido a lanzarse a opiniones muy discutibles sobre la supuesta "ambigüedad" de Maragall o el "entreguismo" de Zapatero, o a disquisiciones nada pertinentes sobre la presunta evolución de Cambó. Lo decisivo es, sin embargo, que la interpretación de Moa, aparte de sectaria, poco tiene que ver con la de los historiadores especializados en la política republicana de los años treinta. Los sucesos de 1934 fueron muy graves y constituyen una prueba más de los errores cometidos por la izquierda. Pero no cabe culpar sólo a ella de la destrucción de un régimen que resultó, en definitiva, con todos sus defectos, "la primera democracia española" (Payne). Parte de la derecha fue tan desleal al régimen como parte de la izquierda y se alzó en armas contra el régimen en 1932. Luego, en 1936, tomó una decisión que fue, con mucho, la peor imaginable y que no puede ser de ningún modo justificada por los errores previos del adversario.
Todo cuanto antecede quizá apenas merecería ser repetido de puro sabido. Pero lo que debe ponerse sobre el tapete es la interpretación que juega en este tipo de tesis el catalanismo. Desde el punto de vista histórico está claro: por más que Calvo Sotelo dijera aquello de que prefería una España roja a una España rota, en la conspiración contra la República la cuestión relativa a la organización territorial del Estado no desempeñó un papel importante. Quizá el oasis catalán no fuera tal, pero lo parecía en comparación con el resto de España. Ahora bien, lo insostenible es considerar que el catalanismo es un producto de una ideología anacrónica y tribal, siempre traidora a la convivencia, que fue protagonista inevitable de la caída en la guerra civil. Los dirigentes catalanistas, como cualesquiera otros, cometieron errores, a veces graves, pero ese juicio general acerca del catalanismo es insostenible. Para comprobar la verdad de esta afirmación, basta con leer los libros más recientes publicados por los mejores especialistas y dejar de inspirarse en panfletistas sin interés ni trascendencia. Me refiero a los libros de Enric Ucelay da Cal (El imperialismo catalán, Edhasa) y de Charles Ehrlich (Lliga regionalista, Institut Cambó), dos aportaciones inteligentes y novedosas para el estudio del catalanismo.
Hace años ya un añorado historiador de la cultura,Vicente Cacho, escribió un artículo acerca del carácter modernizador del nacionalismo que ha sido asumido como propio por la mayor parte de los historiadores. Lo significativo de los dos libros citados es que concretan esta realidad en aspectos precisos. Ucelay da Cal, por ejemplo, en un libro que puede considerarse una auténtica enciclopedia erudita, testimonia hasta qué punto el catalanismo fue el producto del despertar de la sociedad civil y, al mismo tiempo, utilizó esa sociedad civil para el triunfo de sus ideas políticas. Nada parecido ocurrió en el resto de España. El catalanismo, en contra de esa visión que hace de él un movimiento endofágico y cerrado sobre sí mismo, actuó, además, siguiendo las pautas marcadas por la evolución del mundo en sus aspectos más esenciales. Sus incitaciones no fueron del pasado, sino las de un presente proyectado hacia el futuro. Sobre él no se ha recalcado de forma suficiente el impacto del pensamiento anglosajón, promotor a la vez del individuo creador y del sentimiento de comunidad nacional. En realidad, también el modelo británico de Commonwealth, que empezó a convertirse en una realidad a comienzos del siglo XX, fue el del catalanismo, tanto en lo que respecta a la relación entre poder central y autonomía propia, como con respecto al liberalismo político práctico. El catalanismo, como novedad en España, separó de forma clara los campos de la política y de la religión; en definitiva libró, por conciencia de pluralidad, al catolicismo de la pesada carga del integrismo. En el campo cultural, catalanismo y modernismo fueron producto de una misma generación que inventó también la figura del intelectual al servicio de la colectividad. Ehrlich nos ofrece la prueba de la modernización política introducida por el nacionalismo catalán. De acuerdo con sus conclusiones, resultaría que la Lliga fue el primer partido moderno en España. Como tal, pudo ser capaz de transformar el panoramageneral de la vida pública española, pero no lo suficiente como para beneficiarse de este cambio sustancial para sus propios intereses.Por ahí caminan las investigaciones y no por los caminos por los que quieren llevarla los interesados en un uso inmediato y partidista de la historia. Siempre existirá la tentación de llevarlo a cabo, pero lo serio y responsable es resistirla y aprender de ella lo que nos dicen los profesionales.
JAVIER TUSELL, historiador