LA MOMIA DE KARL FREUND: NACIMIENTO DEL MITO
Aquí están grabadas las palabras mágicas por las que Isis resucitó a Osiris de entre los muertos. ¡Oh! Amón Ra. ¡Oh! ¡Dios de los dioses! La muerte no es más que el portal a una nueva vida. Vivimos hoy, viviremos otra vez. En muchas maneras regresaremos. Ah, ser poderoso.
La momia, de Karl Freund.
Desde el cine mudo, la Universal siempre se interesó por realizar cuidadas películas de horror, con personajes monstruosos o atormentados como eje principal de la historia. Carl Laemmle, su cabeza visible principal, al que sucediera prontamente su hijo, permitió que nacieran inmortales películas como El fantasma de la Ópera (The phantom of the Opera, 1925), de Rupert Julian, o El legado tenebroso (The cat and the canary, 1927), de Paul Leni, pero, como apunté con anterioridad, no sería hasta la llegada del Drácula de Browning, bajo mandato de Laemmle Jr., que el cine terrorífico conociera su mayor eclosión. Era el nacimiento no solo de la edad dorada del género, sino del propio entendimiento genérico y aceptación del mismo, hasta ahora considerado por títulos y empeños concretos y particulares, ya que el expresionismo alemán no sería interpretado como escuela de horrores hasta tiempo después de su génesis. Un punto de partida encomiable para cimentar el infinito edificio en que habría de convertirse el género fantástico, en este caso en su vertiente terrorífica. El triunfo de Boris Karloff como auténtico sucesor de Lon Chaney en papeles de corte monstruoso, sustentado en su primera aparición como criatura artificial en El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931) y el desfigurado sirviente mudo y agresivo de El caserón de las sombras (The old dark house, 1932), ambas de James Whale para la Universal, motivaron que el personaje de la momia resucitada tuviera nombre propio y rostro en el elenco de Hollywood. No olvidemos que Bela Lugosi aparecía en sus primeras películas con un mínimo de maquillaje, más como villano gótico, sobrenatural o no, que como monstruo.
Karl Freund, director de fotografía que trabajara a las órdenes de Browning y de F. W. Murnau, gozaba de su primera oportunidad para acceder a la puesta en escena, aunque es de sobra conocido que sus implicaciones anteriores no se reducían a un mero director de fotografía. En lo argumental, por su parte, existía una historia escrita por Nina Wilcox Putnam en manos de la productora, de escasas nueves páginas y de nombre Cagliostro. Un relato inspirado en el histórico personaje de origen siciliano: el conde Alessandro di Cagliostro, del siglo XVIII. Médico, alquimista, nigromante, masón y charlatán. En la fábula, se presentaba a un egipcio mago y asesino que gozaba de la inmortalidad merced a los productos químicos —nitratos— que se inyectaba en vena; asesino de mujeres, por demás, siguiendo un ritual de venganzas a través de los siglos. Pero la proximidad del descubrimiento de la tumba de Tutankamón hizo cambiar los planes. Como sea que estamos ante la más valiosa perla de la filmografía de la momia, permitan el justo empeño de extenderme en mis comentarios sobre ella.
La momia (The mummy, 1932), dirigida por Karl Freund, tendría el título provisional de Imhotep, the king of the dead, refiriéndose al nombre del personaje principal, que era un guiño al arquitecto constructor de la primera pirámide, a su vez médico y astrólogo, pero que en esta historia revestía un cariz mucho más perturbador. John L. Balderston sería el guionista que reconduciría la narración por sus cauces definitivos, diseñando un argumento en la línea de la productora, dejando de lado la mayoría de conceptos algo alocados que planteaba la trama de Cagliostro: un joven arqueólogo, perteneciente a un grupo de investigadores del Museo Británico, desplazados hasta El Cairo, revive de forma accidental, mediante la lectura del «manuscrito de Toth», a la momia de Imhotep, y enloquece ante su terrorífica presencia, viendo cómo se lleva el citado pergamino. Once años después, aparece en acción un misterioso egipcio, de piel algo arrugada, ante dos nuevos arqueólogos continuadores de la anterior expedición, identificándose como Ardath Bey, ofreciendo de forma altruista datos concretos para el asombroso descubrimiento de la tumba de la princesa Anck-es-en-Amon. Más tarde, este pondrá sus ojos en Helen, una exótica joven, de sangre egipcia por parte de madre, relacionada con los científicos, para la que abriga planes siniestros que tienen que ver con su oscuro pasado. Ardath es en realidad la momia resucitada y rejuvenecida, que ve más allá de los rasgos de Helen el amor perdido de su princesa, tres mil setecientos años atrás, y por la que sería enterrado vivo en su intento sacrílego de querer devolverla a la vida. Solo el empeño de los egiptólogos conseguirá frenar el proyecto de Imhotep para convertirla en no muerta, con el fin de recuperar la identidad perdida en el pasado. Pero, en últimas instancias, hará falta de la intervención de la estatua de la diosa Isis, que cobra oportuna vida ante las súplicas de la joven, para que destruya mediante un rayo a Imhotep, reduciéndolo a esqueleto y polvo, y acabando así la maldición eterna.
Es menester señalar que la acción comienza en 1921, para aproximarla al descubrimiento real de la tumba de Tutankamón. Cuando se refieren a Imhotep, los egiptólogos aportan el dato de que fue sumo sacerdote del templo del Sol en Karnak, además de haberse borrados los signos de conjuros sagrados para proteger el alma en su viaje al otro mundo, en los detalles ornamentales de su sepulcro. Por tanto, se deja bien claro que se trata de un personaje desgraciado, condenado en una y otra vida. El cofre que contiene el «manuscrito de Toth», encerrado en otro que a su vez lo está en un viejo arcón de madera, avisa de la maldición que pesa sobre el incauto que lo lea. Otro detalle más para emparentar con el fenómeno morboso de las maldiciones de Tutankamón.
Pero centrémonos en la figura de Imhotep. Su primera aparición es dentro del sarcófago abierto, con su aspecto momificado total, y las vendas que lo envuelven sin ocultar el rostro. Se comentó que Jack P. Pierce, el maestro de los maquilladores de todos los tiempos, tardó ocho horas para dar el acabado final a un monstruo de este calibre, en un inspirado proceso artesanal en el que aplicaba el colodión y algodones para confeccionar el efecto de envejecimiento. Se aplicaban capas de spirit gum con algodón hasta dejarse secar. Karloff gesticulaba previamente para generar estrías que quedaban definidas al secar, formándose las arrugas. Por parte del maquillaje corporal, las vendas lo cubrían todo, hasta el punto de ser un suplicio para Karloff, ya que Pierce no consideró la posibilidad de que necesitara ir al aseo en momento alguno. El actor, en un gesto de humor negro, le dijo que se había olvidado de colocar una cremallera. Así, la secuencia principal del filme, la más aclamada, es cuando cobra vida. Se abrirán sus ojos con lentitud, la cámara se desplaza hasta los brazos para captar el movimiento del derecho, seguido del izquierdo, aún sujetos por las vendas. Le seguirá el robo del papiro y las risas del arqueólogo sorprendido. No veremos al monstruo caminar, tan solo unas vendas que se arrastran por el suelo, mientras las carcajadas enloquecidas del joven subrayan la ida del resucitado. Solamente quedará la huella polvorienta de la mano que se llevó el papiro.
Cuando aparece en 1932 bajo el nombre de Ardath Bey y nuevo aspecto, su presencia quebradiza, en apariencia, despierta una gran determinación y temible inteligencia entre los egiptólogos que lo reciben. Existe una fragilidad física evidente en su extremada delgadez, en sus pausados movimientos, casi fatigados, pero que avisan de una amenaza espiritual latente, de un control mental peligroso. Su cuerpo se ve erguido, casi inmóvil, con los brazos caídos, pero sus ojos son un pozo en el que se puede leer el fuego del infierno. Ni siquiera permite el contacto físico con los demás, ateniéndose a su antigua religión y costumbres. Su voz reclamará y actuará desde la distancia. Los planos de su rostro iluminado, siniestro en grado sumo, provienen de la luz de un candil, en las secuencias del museo, con apoyo en recursos naturales, en nada forzados. Sombras dibujadas en su faz milenaria que incrementan el misterio. Se siente la fatalidad irremediable. Sus crímenes no obedecen a venganza alguna, solo afecta a los que osan interrumpir sus planes: el guardián del museo fallece cuando lo descubre en su intento de revivir sin éxito a la momia de la princesa; el padre de Frank, el arqueólogo más joven, muere de infarto al intentar quemar el pergamino sagrado, y el propio Frank, de quien se enamora Helen, está a punto de perecer, de no ser porque toca el amuleto sagrado de Isis. De todos los iconos de momia, siempre quedará ese primer plano de su rostro con los ojos iluminándose paulatinamente, hasta desprender luz propia. Boris Karloff, el monstruo de Frankenstein por excelencia del cine, con docenas de interpretaciones magistrales en su haber, consigue en esta ocasión legar uno de sus cinco trabajos más imperecederos, lo que no es poco.
La partenaire de Karloff, Zita Johann, actriz húngara muy delgada, de rostro redondo y ojos enormes y algo saltones —que no puedo evitar me recuerde a Betty Boop—, prestos sus aires exóticos para encajar en el doble papel propuesto, aparece cuando la acción pasa al Museo de El Cairo, justo con el sarcófago tallado de Anck-es-en-Amon. Un osado travelling se desplazará desde su funeraria imagen, pasando por las calles de El Cairo a gran velocidad, hasta detenerse en la figura de la actriz, que parece disfrutar de una fiesta. El descubrimiento de ella como alma reencarnada cambia los planes de Imhotep de revivir su momia. La hará llegar hasta él, pero los designios del destino se cruzan: Frank la encontrará en las puertas del museo antes de que se desvanezca. Helen, vulnerable, terminará por caer en sus manos, para asistir a la terrible revelación de su pasado, en la famosa secuencia del estanque. La cámara se desplaza por encima de ellos dos, en exquisito alarde técnico, para colocarse en posición cenital, encuadrando el estanque humeante. Como si de la bola de cristal de un mago se tratase, será la pantalla que relate el pasado de forma elocuente, a la manera de flashback: entierro de la princesa, el amado descubierto en el sacrílego intento de devolverle la vida, la condena a ser envuelto en vendas y enterrado vivo en lugar desconocido, con los porteadores y esclavos asesinados por las lanzas de unos soldados que a su vez también perecerán. Nadie ha de saber nada. La condena implica olvido total. A partir de las imágenes del pasado se sabe la verdad, aunque Helen esté en estado de trance. En los planos finales la vemos vistiendo atuendos egipcios de época, engalanada de joyas, a punto de caer en las garras de su perdido amante. Los arqueólogos amigos, Frank y Muller, llegan en su auxilio, pero serán hipnotizados por la penetrante mirada de la momia y por el poder de su anillo, en uno de los momentos de mayor perversidad por parte de Karloff. Será cuando el destino actúe imponiendo las fuerzas divinas para dar colofón y final feliz a la historia, como ya señalé.
David Manners, galán traído desde su participación en el Drácula de Tod Browning, vuelve como Frank a ser un elemento trivial, de lógica conexión para facilitar el happy end. Edward Van Sloan, como Dr. Muller, resulta más contundente por su imponente sobriedad, recordando sus roles en el mismo Drácula y en El doctor Frankenstein, de James Whale. En este concepto, me resulta más sugerente aún la inclusión de Noble Johnson como el sirviente nubio que se pone al servicio de Imhotep, al reconocer su fuerza y poder. Sangre antigua a merced de unos intereses perdidos en el tiempo, pero que no cuestiona el lacayo. Impresionantes los planos finales de este, mientras remueve el líquido embalsamador en una gran marmita, como un perro obediente al amo. Johnson sería actor secundario de papeles cortos pero interesantes, como exótico siervo incondicional sobre todo, rey negro e incluso zombi, en filmes como El doble asesinato en la calle Morgue (Murders in the rue Morgue, 1932), de Robert Florey, El malvado Zaroff (The most dangerous game, 1932), de Ernest B. Schoedsack & Irving Pichel, King Kong (King Kong, 1933), de Ernest B. Schoedsack & Merian C. Cooper, o El castillo maldito (The ghost breakers, 1940), de George Marshall, entre otras.
El equipo técnico del filme no está compuesto por los nombres de mayor celebridad de la productora, pero sus resultados presentan una gran homogeneidad, un impecable acople. La fotografía en blanco y negro de Charles J. Stumar, al cual me lo imagino siguiendo los dictados de Freund, cuida la iluminación con riguroso celo. No solo en lo concerniente al rostro de Karloff. Ahí queda la secuencia en el Museo del Cairo, donde un vigilante, linterna en mano, descubre a Imhotep para su desgracia. Recurso expresionista ineludible del círculo de luz de la linterna en constante movimiento por las paredes y objetos de la sala a oscuras. La luz como elemento narrativo, dramático, otorgando personalidad y relieve. Dado el misterio, da igual que el asesinato del vigilante no se muestre; se siente. La sobreimpresión del rostro de Imhotep controlando el caminar de Helen resulta inolvidable, ya que expresa con brevedad el peligro que se cierne. La dirección artística de Willy Pogany se apoya en una descripción veraz y contundente de la decoración egipcia, tanto en la arquitectura, la escultura o la pintura. Pogany, experto pintor y diseñador, recreó la magia ambiental necesaria para sentir la fábula, tanto en el pasado como en el presente, recurriendo a la vieja piedra como materia prima. Quizá por todo ello los efectos especiales resulten esta vez algo sutiles. John P. Fulton, acostumbrado a mayores alardes, se limita a aportar una transformación final perfecta para el tránsito del personaje a momia, con el viejo recurso del stop-motion —paso de manivela—, a la manera de la futura conversión de hombre en licántropo, e incluso evita una secuencia tan espectacular como la de la estatua lanzando el rayo mortal. Solamente veremos cómo la cruz egipcia que porta la pétrea Isis se ilumina. Fuera de cuadro notaremos el resplandor que acaba con la amenaza. Volveremos a sentir, no a ver, dentro del contexto sugerente general del filme. La banda sonora, con las mesuradas partituras de James Dietrich, conducen la fábula con suavidad, sin demasiadas estridencias, con la intención de generar más fascinación que terror, y con el sabio recurso del silencio como contrapartida dramática.
En lo anecdótico, referir que el flashback leído en las aguas del estanque de Imhotep era mucho más largo y comprometido. En él, además de la trágica historia del pasado egipcio, se veía cómo la princesa sufría nuevas reencarnaciones en distintas épocas, muriendo de forma infausta en todas ellas: en la Roma de los emperadores, en tiempos de los vikingos y en la Edad Media. El hecho de alargar la trama y ralentizar el ritmo natural del filme fue el motivo de que se desecharan dichas tomas. El amplio reportaje fotográfico legado da fe de todo ello.
En verdad, es lógico aceptar que los amantes del Drácula de Tod Browning se dejen maravillar de igual manera por esta sobrenatural aventura, ya que su génesis se apoya en ella en un porcentaje abrumador. No olvidemos que Freund ejerció un año antes como fotógrafo a las órdenes de Browning como apunté, de quien sin duda sacaría todo un magisterio para su provecho como realizador. La momia le debe casi todo a la pieza maestra de Browning, siendo clara heredera de su majestuoso estilo. A nivel de guión —obvio es que John L. Balderston estaba también implicado en el otro proyecto, como coautor del libreto teatral de origen, que daría paso al guión definitivo de Garrett Fort—, las dos se sitúan en acción contemporánea al rodaje, planteando un relato sobrenatural con la presentación de un personaje de corte fantástico, que habría de convertirse en mito del género; surgiendo además como dos variantes importantes del genérico tema del muerto viviente, aún por acceder al cine: vampiro y momia rediviva. La introducción se lleva a cabo en lugares románticos, misteriosos, exóticos, pertenecientes a geografías distantes —Rumanía y Egipto—, con unas estudiadas y terroríficas aproximaciones a las heredades en las que habita el monstruo —Transilvania y el Valle de los Reyes—, con especial realce de la piedra y la arquitectura que sirve de cubil al mismo —castillo gótico y cámara mortuoria—. Sin olvidar la intrusión del monstruo en una sociedad pragmática, alejada de los temores primitivos de los lugareños —en ambos casos la sociedad británica, aunque el segundo argumento transcurra en El Cairo—, con la pintura de un grupo de científicos y amigos que ha de luchar contra la amenaza del más allá, en especial, en primeras instancias, por defender la integridad de la heroína de la historia, siempre etérea y vulnerable —pese a sus eficaces cometidos artísticos, tanto Helen Chandler como Zita Johann son beldades discretas, todo sea dicho, si las comparamos con la inconmensurable Valerie Hobson de La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, 1935), de James Whale, la más hermosa de todas destinada a la joya máxima de la corona Universal, o las futuras heroínas sufridoras de la Hammer—. Por otro lado, existen talismanes y fórmulas para luchar contra el mal, como la cruz católica y el amuleto de Isis, que representa la vida, así como otros referentes efectivos, y que consiguen que ambos villanos sobrenaturales perezcan al final de la trama, como colofón a tanta amenaza física y espiritual y, no lo olvidemos, como fidelidad al happy end obligado de la época.
Con respecto a los personajes de Drácula e Imhotep, en ambos casos son presentados en una secuencia impresionante por sus valores plásticos y su conseguida atmósfera, dejando explícita la naturaleza ponzoñosa de los mismos: aproximación del vampiro en los sótanos, cuya mirada hipnótica nos devora, y resurgir de la momia tras la invocación para robar el papiro. Se presentan con voz propia también en secuencias estudiadas, tanto al viajero perdido, como a los egiptólogos, pero con su amenaza latente, escondida en el sospechoso y ambiguo gesto de bienvenida. Ambos cuidan sus formas para acercarse a la sociedad e inmiscuirse entre la humanidad: Drácula intentará mostrarse como amable anfitrión, como si de un nuevo y seductor vecino se tratara, e Imhotep irá rejuveneciendo de forma paulatina —igual que en la novela de Stoker, curiosamente—, adoptando, como ya señalé, el nombre de Ardath Bey. Con atuendos exóticos irrumpen en los fotogramas, se adueñan de ellos con plenitud, potenciándose los iconos que habrían de legarse a la posteridad, y dejando constancia de sus nobles rasgos de ascendencia: impecable corte de frac y capa para el vampiro, y selectas vestimentas egipcias para Imhotep; aderezados de dos anillos imponentes, distintivos, con el escudo de armas en el caso de Drácula, y con el símbolo del escarabajo en el otro —ambos tuve el inmenso placer de tenerlos en mis manos; incluso me colocaría el de Lugosi en uno de mis dedos, gracias a la amabilidad de Forrest J Ackerman—. Y los dos metafísicos seres recurren a la hipnosis para dominar a la víctima de turno, robar sus voluntades y conquistarlas en cuerpo y alma. Generosos condimentos servidos en cada uno de los dos exquisitos platos.
La puesta en escena y demás recursos técnicos discurren por parecidas vías. Algo anecdótico resulta el score de los créditos del filme, con la inclusión de El lago de los cisnes, de Tchaikovsky, porque también sucediera con la referida El doble asesinato en la calle Morgue, de Robert Florey, como distintivo casi de las señas de identidad de la productora para sus filmes del género. Pero la puesta en escena de Freund guarda muchos paralelismos con el filme precedente, con esas tomas medidas, pausadas, majestuosas diríase mejor, con las ensayadas intenciones de sugerir y no mostrar —la muerte de ambos monstruos fuera de cuadro es un ejemplo claro—, además con el recurso muy plástico e impresionante añadido de iluminar con estrategia los ojos de Lugosi y Karloff, con la finalidad de agudizar su pose dominante e hipnotizadora, favoreciéndose en ambos casos el fortalecimiento tanto del mito como de la estrella. Sin olvidar que el pertinaz científico y el amante abnegado recayeron en los mismos actores: Edward Van Sloan y David Manners. Hasta las secuencias de salón casi resultan calcadas; inclusive el enfrentamiento desigual y mental entre el científico y el monstruo, que marca el inicio de la lucha sin tregua.
En uno y otro filme, y siento no aceptar ningún menoscabo, estamos ante un sobrio poema de horror, que más que de amor —ya que el trance es lo único que acerca las víctimas al villano, nunca la aceptación de una relación amorosa transgresora o interrumpida por los océanos del tiempo que hallara continuidad—, habla de condena y soledad eternas; la soledad de los viejos y queridos monstruos de la Universal. Pese a que existan frases de Imhotep merecedoras de citas: «Mi amor ha perdurado más que los templos de nuestros dioses», o «Ningún hombre ha sufrido nunca como yo por ti»; las de Helen —que parece haber erradicado de su fuero cualquier sentimiento del pasado— lo dejan todo claro, implicándose en una observación pasiva y hasta cruel para su milenario amante: «Ningún hombre ha sufrido por una mujer como tú por mí», o «¡No, yo estoy viva! ¡Soy joven! ¡No quiero morir! Te amé una vez, pero ahora perteneces a los muertos», y más contundente aún: «Quiero vivir en este mundo nuevo y extraño». El dolor y la cruel soledad son las únicas vías posibles para esta despechada momia.
Karl Freund volvería a demostrar su maestría, dentro del género, con la puesta en escena de Las manos de Orlac (Mad love, 1935), para la Metro-Goldwyn-Mayer, conduciendo una trama de locura comandada por Peter Lorre, en uno de sus papeles más pavorosos y complicados, dejándonos además una muestra primordial para el enriquecimiento de la década más artística e imaginativa del género de terror.
El tiempo habría de apuntar muchos más títulos. Historias renovadas, con nuevos puntos de vista, potenciando incluso el aspecto terrorífico y amenazador del personaje. Curiosamente, en 1999 se llevaría a cabo un remake homónimo realizado por Stephen Sommers, donde el aire de comedia y aventura eran ingredientes esenciales; producto norteamericano que surgía —la historia se repetía— al amparo del éxito de Drácula, de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992), de Francis Ford Coppola, que se afirmaba a su vez en infinitos guiños a los clásicos del género, y que retomaba la trágica historia de amor del filme de Freund, aunque llevándola a un estadio más desgarrador aún. Es necesario entender que La momia de Freund habría de marcar un punto de inflexión indeleble en la evolución del mito: jamás nadie lograría superar su magia y fascinación, por más technicolor o efectos digitales que se emplearan para ello en el futuro. Quizá ahí radique la verdadera magnitud de la maldición de los faraones.
En 1933, Boris Karloff interpretaría una película que le debía mucho a la fascinación despertada por La momia, de título El resucitado (The Ghoul), dirigida por T. Hayes Hunter y en producción británica. Desparecida durante mucho tiempo, fue descubierta una copia en Praga a finales de los sesenta, por lo que hoy día podemos disfrutar del que habría de considerarse un título capital del cine de horror de la época; aunque es necesario apuntar que nos desviamos del tema central, ya que aquí no hallamos momias. La trama se sostiene en un amuleto que concede la vida eterna, y en los secretos de la vida y de la muerte; todo acicalado por la parafernalia de la egiptología, de ahí nuestro interés. Boris Karloff es el profesor Morlant, un egiptólogo que retorna de la muerte con sed de venganza, y que ronda por unos decorados nocturnos fantasmagóricos, a la altura de los mejores diseños coetáneos de la Universal. En el desenlace, pese al hechizo avivado por los fantásticos ritos egipcios, se recurre a la tendencia argumental de lo «horrible imposible», siendo la catalepsia el justificante de la resurrección del protagonista.