Cita:
Nunca nos hemos cansado de proclamarlo. Si Paul Naschy hubiese acertado a nacer o a desarrollar su carrera cinematográfica en Estados Unidos, pronunciaríamos su nombre con veneración. Como nació en «un poblachón manchego» y los títulos de su filmografía pueden leerse sin el concurso de un traductor, ha cosechado la displicencia de los sabihondos, que nunca han acabado de tomarse en serio su cine, entre otras razones porque nunca se han preocupado de contemplarlo sin las anteojeras de los prejuicios. O, simplemente, porque ni siquiera lo conocen, pues no existe pasión española tan cultivada como la descalificación sin conocimiento de causa. Intérprete de más de un centenar de películas, guionista de varias decenas y director de un puñado de joyas tan poco difundidas como merecedoras de figurar en las capillas consagradas al cine de culto, Paul Naschy no es tan sólo uno de los emblemas fundamentales del fantastique –como Bela Lugosi, Vincent Price o Christopher Lee–, sino también uno de los escasísimos creadores cinematográficos autóctonos a quienes conviene la designación de ‘autor’. Cualquier cinéfilo desprejuiciado que se asome a sus películas descubrirá en ellas un ingrediente personalísimo, malsano y cruel, enraizado en la mejor tradición hispánica, que lo distingue de cualquier cineasta. En otro país menos infatuado e inhóspito, Paul Naschy gozaría del aprecio que se reserva a los artistas que logran acuñar un estilo intransferible; en España ha tenido que conformarse con habitar esos arrabales de menosprecio y proscripción donde se confina a quienes se atreven a infringir las normas del rebaño. Poco a poco, sin embargo, ese caparazón de mugre con que los sabihondos tratan de sepultar a los talentos más inclasificables empieza a disolverse; y las nuevas generaciones empiezan a contemplar, primero con pasmo, enseguida con deslumbramiento, a un ‘maldito’ que siempre se ha movido en las antípodas del conformismo, construyendo una obra al margen de modas, siempre leal a su peculiar universo de obsesiones personales.
Durante décadas, la mayoría de las películas de Paul Naschy han permanecido inaccesibles. Esta condena al ostracismo se alivia ahora con la aparición de una serie de DVD editados por TriPictures, en los que se repasa la contribución señera de Naschy al cine de terror. Las dos primeras entregas de esta serie ya nos anticipan los muy deleitosos placeres que aguardan al degustador de delicatessen. El retorno del hombre lobo, película dirigida por el propio Naschy, constituye una de las piezas más sabrosas de su ciclo dedicado a Waldemar Daninsky, un licántropo que a través de los siglos persigue la sombra huidiza de un amor redentor; se trata de una película de un goticismo exacerbado, perfumada por la brisa de un refinamiento sádico y tributaria de las viejas fantasmagorías de la Universal. El otro título elegido para inaugurar este necesario revival es El espanto surge de la tumba, dirigido por Carlos Aured (quizá, junto con León Klimovsky, el director que mejor ha sabido asimilar la imaginería naschyana), una perla del gore malsano que inaugura la saga protagonizada por el demoniaco Alaric de Marnac (un trasunto de Gilles de Rais); la película, que incorpora algún homenaje explícito a Jacques Tourneur y George A. Romero, fue escrita por Naschy en unas pocas noches de insomnio y tiene un aroma febril y desquiciado, como de pesadilla infectada de malignidad. Otros títulos anunciados por TriPictures incluyen El jorobado de la morgue (una fantasía romántico-necrofílica), Una libélula para cada muerto (un homenaje rendido a Dario Argento) o El mariscal del infierno.
El cine de Paul Naschy, por fin, al alcance de la mano. Un creador incomprendido y visionario, en la estirpe de los grandes heterodoxos, discípulo inconfeso de Gutiérrez Solana y Buñuel, que demanda una nueva generación de espectadores desprejuiciados, capaces de entender su arriesgada propuesta. ¿Habrá llegado, de una vez por todas, la hora de la apoteosis Naschy?