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Puede uno encontrar en esta IM-PA-GA-BLE comedia romántica, Las tres noches de Eva (The Lady Eve, 1941, Preston Sturges), una extensa colección de escenas antológicas, pero tal vez una, en especial, merecería ser enmarcada en oro puro como prueba de la magia del cine.

La estafadora Jean (Barbara Stanwyck), que ya ha seducido al ingenuo Hopsie (Henry Fonda) provocando un accidente que la ha dejado sin tacón en la escena inicial del cortejo, consolida el enamoramiento al abrazar y mecer los cabellos de su inadvertida víctima con la delicadeza de un ángel. La mujer acaricia el lóbulo de la oreja, la cara y el pelo de ese hombre en éxtasis y atrapado como en un hechizo. Juntos sus rostros y casi en susurros, Jean habla, tienta y desliza sus dedos sobre Hopsie, elevado a las alturas del placer. He aquí su maestría para fascinar y convertir esta sencilla intimidad en una de las cimas absolutas de la torridez cinematográfica. Caliente, caliente.

Acto seguido, ella, acostada, dice: “Creo que ahora podré dormir tranquilamente”. Y él, incorporándose y visiblemente jodido, replica: “Ojalá pudiera decir lo mismo”.

¿Coitus interruptus?