Luis II de Baviera, el rey loco (Ludwig, 1973)
Aunque Visconti estaba interesado, después de Death in Venice, en la adaptación cinematográfica de “À la recherche du temps perdu”, de su admirado Marcel Proust (con lo que hubiera encadenado dos films basados en obras de sus narradores de cabecera, Mann y y el francés), problemas de financiación le impidieron llevarla a cabo, inclinándose por un biopic muy personal de Ludwig II de Baviera, aprovechando que durante el rodaje de The Damned había localizado los fascinantes escenarios donde se desarrolló la vida del monarca bávaro.
Con un metraje quizá excesivo (casi cuatro horas), la película, una coproducción franco-germano-italiana, tuvo un devenir accidentado. Además de no llegarse a rodar numerosas secuencias que estaban previstas en el guion (elaborado por Visconti junto a Enrico Medioli, con la colaboración de Suso Cecchi D’Amico), fue sometida a un considerable recorte en el momento de su estreno, de una hora aproximadamente. Aun así, sufrió todavía más recortes a lo largo de su comercialización. No fue hasta 1980, ya muerto el director, que no se recuperó, gracias al trabajo de Medioli, Cecchi D’Amico y varios técnicos de la película, el metraje original, siguiendo las pautas de montaje de Visconti, metraje que es el que ahora podemos ver en la edición en DVD (en mi caso, he visto la que editó en su día Manga Films).
Nuevamente, la coherencia lingüística no parece que importara en especial a Visconti, ya que la versión “original” está doblada al italiano (desconozco si se hizo una versión en alemán o en inglés al mismo tiempo), a pesar de que los actores principales, Helmut Berger (doblado por Giancarlo Giannini, al que veremos en L’innocente) y Romy Schneider (doblada por Maria Pia di Meo) fueran de habla germana, y que la historia hubiera sido más verosímil si los personajes hubiesen utilizado esta lengua. Además, como en The Damned, hay algunos momentos en que algunos personajes (camareros, soldados) hablan en la lengua que corresponde, generándose la misma sensación de extrañeza que se daba en la célebre secuencia de la noche de los cuchillos largos.
Sobre el título, hay que decir que, a pesar del utilizado en España, Luis II de Baviera, el rey loco (apelación a la locura del rey que también se incluye, según imdb, en alguna otra versión), Visconti se pronunció claramente en contra de considerar a Ludwig un loco. De hecho, creo que toda la película es, en cierto modo, un alegato en defensa del rey, un personaje extraño, raro (queer si se quiere), inadaptado, poco adecuado para el cargo, pero en ningún caso loco.
La película, en su versión extensa, se presenta como el resultado de una indagación llevada a cabo por miembros del gobierno bávaro con la finalidad de determinar el grado de competencia del monarca para gobernar. Se abre con la confesión de Ludwig, rey católico, al padre Hoffman (Gert Fröbe), previa a la coronación. Luego, en un plano que rompe la lógica narrativa del film, el conde von Holnstein (un Umberto Orsini casi tan tenso como en su papel de Herbert en The Damned), mirando a cámara y con un fondo neutro, nos cuenta que se va a llevar a cabo esa encuesta sobre el rey. Así, a continuación, vamos a seguir cronológicamente la vida de Ludwig desde el momento en que accede al trono, muerto su padre, en 1864, con solo 18 años,
hasta su muerte, en extrañas circunstancias, en 1886, a la edad de 40 años. A la declaración a cámara de Von Holnstein le seguirán 13 más, todas respetando el mismo estilo (primer plano, mirando a cámara, con fondo neutro), a cargo de diferentes personajes de la corte, algunos en más de una ocasión. Es una forma de condicionar en cierto modo el visionado de la vida de Ludwig, forzándonos a un cierto distanciamiento, y a que la cuestión de su incapacidad se plantee desde el primer momento. Podría parecer un recurso innecesario, incluso contraproducente, aunque la parte final del film, una vez concluida la encuesta y decidida la incapacitación del monarca (para mí, el mejor segmento de la película), adquiere un relieve especial quizá precisamente por el hecho de que se nos ha llevado hasta allí de forma condicionada.
Visconti y el equipo responsable del diseño artístico y el vestuario (Mario Chiari, Mario Scisci, Piero Tosi) se esfuerzan a fondo para recrear, hasta el más mínimo detalle, la fastuosa corte del rey y, con el tiempo, su obsesión por construir palacios fabulosos (que tuve hace años la oportunidad de visitar ): Linderhof, el “disneyano” Neuschwanstein o el versallesco Herremchiemsee, todo ello fotografiado con notable elegancia por Armando Nannuzzi, a pesar de seguir utilizando el zoom y el teleobjetivo, aunque con mayor moderación que en films anteriores. Si tuviera que formular alguna crítica en lo visual, sería al exceso de primeros planos, lo que, unido a un guion plagado de diálogos, convierte, sobre todo la primera parte de la película, en un constante desfilar de cabezas parlantes. Esa tendencia al primer plano, junto a una iluminación que cada vez más va haciéndose más oscura, más sombría, pueden acabar resultando asfixiantes.
Podríamos destacar tres aspectos fundamentales en el reinado de Ludwig. Por una parte, su fascinación por Richard Wagner (Trevor Howard), del que se convirtió en mecenas y primer admirador, ayudándole al estreno de “Tristan und Isolde” y a la posterior construcción del teatro de Bayreuth.
Wagner (al que un miembro del gobierno tilda de “aprovechado”), junto a su amante primero y esposa después, Cosima (Silvana Mangano), sacan sin duda provecho de su vínculo con Ludwig. Quizá el trío que componen Wagner, Cosima y su primer marido, el director de orquesta Hans von Bülow (Mark Burns, el histérico Alfred de Death in Venice, aquí mucho más contenido), hubieran requerido de un tratamiento argumental más extenso. Se comenta que una de las escenas que se quedaron fuera era la muerte de Wagner (en Venecia, en 1883, tres años antes que Ludwig) y el traslado de su cuerpo, con el multitudinario recibimiento en Múnich, antes de su entierro en Bayreuth.
El otro personaje clave en la vida de Ludwig es su prima Elisabeth, la emperatriz austriaca, la célebre “Sissi”, interpretada por Romy Schneider. Schneider muestra una madurez como actriz que nos hace olvidar su papel en Il lavoro. Siete años mayor que Ludwig (casi los mismos en que Schneider superaba a Berger), quizá, según algunas versiones, la única mujer a la que se sintió sentimentalmente unido, Elisabeth es una monarca mucho más lúcida y cínica que el inexperto e idealista Ludwig.
Sus conversaciones, delicadamente filmadas, permiten comprobar hasta qué punto Ludwig dependía emocionalmente, pero también políticamente, de sus consejos. Es Elisabeth quien le insiste en la necesidad de casarse, para lo cual le ofrece la su propia hermana, Sophie (Sonia Petrovna), lo que supondría un nuevo matrimonio entre familiares. Como dirá más adelante Ludwig, las casas reales de Centroeuropa, los Wittelsbach (de la que forma parte Ludwig), los Hohenzollern (monarcas prusianos) y los Habsburg (emperadores austriacos) todo lo hacen en familia, se casan, tienen hijos, guerrean entre sí, son “incestuosos y fratricidas”. Quizá muestra de esa mezcla de sangres sea la locura, esta sí indiscutible, del hermano de Ludwig, Otto (John Moulder-Brown, el inquietante actor británico que había aparecido unos años antes el film de Chicho La residencia).
El otro aspecto que pende sobre Ludwig, como la espada de Damocles, durante su reinado, es la conflictiva política europea de la época, una mezcla de guerra e intrigas diplomáticas, que tiene al victorioso canciller prusiano Otto von Bismarck como personaje dominante. Aunque Bismarck no aparece en el film directamente, lo hace a través de Von Holnstein, cuando este le plantea a Ludwig la necesidad de dejarse absorber por el naciente imperio alemán, configurado sobre la base de Prusia, la ganadora de la guerra con Austria y Francia. Ludwig se muestra desinteresado, cuando no directamente horrorizado por la guerra, por la muerte de sus súbditos. Su aparente locura, sus obsesiones, sus manías, son una manera de huir del horror de la política, la búsqueda personal de la libertad. Precisamente uno de sus más estrechos colaboradores, Dürckheim (Helmut Griem), le retraerá que se dedique a la búsqueda de un imposible, la libertad personal (lo que no deja de ser un comportamiento infantil, evasivo, egoísta), cuando por su condición de monarca solo la podrá conseguir en tanto que la consiga su pueblo.
Pero Ludwig seguirá con su actitud evasiva, incluso la incrementará con los años, alejándose de la corte de Múnich, buscando refugio en sus castillos y en las compañías masculinas (así, sus sirvientes, Richard Hornig, o Weber, o el actor Kainz, al que le exige que recite sus textos preferidos constantemente, como si fuera un esclavo). Renunciará a su matrimonio con Sophie e incluso arrojará al agua a una actriz que el gobierno le envía para confirmar sus inclinaciones sexuales.
La película va haciéndose cada vez más fúnebre, y Ludwig un personaje más aislado (en un proceso que, salvando todas las distancias, que son muchas, me recordó algo el del Iván el Terrible eisensteiniano).
Cada vez con peor aspecto físico, con la boca podrida (al parecer por una afición desmesurada a los dulces), encerrado en sus aposentos, dejándose llevar por sus fantasías wagnerianas (ese lago que nos remite a la gruta del Venusberg de “Tannhäuser”, llena de cisnes, referencia a su vez a “Lohengrin”),
o esa cabaña donde organiza algo así como orgías homosexuales, que nos recuerda la secuencia de Bad Wiessee en The Damned, aunque sin la truculencia final de esta. Incluso su aislamiento le lleva a rechazar la visita de la emperatriz Elisabeth, su única amiga, avergonzado de su aspecto.
Finalmente, el gobierno ofrece la regencia al príncipe Luitpold y decide derrocar al soberano por considerarlo inhabilitado para el cargo, lo declaran enfermo mental (le diagnostican paranoia). En una noche de tormenta, los conspiradores visitan el castillo de Neuschwanstein, que por la noche ofrece una imagen de fortaleza gótico-romántica, casi de cuento de terror.
La suerte de Ludwig está echada, aunque en un primer momento hace detener a los miembros del gobierno. Será conducido al castillo de Berg, donde quedará internado, bajo estricta vigilancia médica. A pesar de ello, consigue salir una noche a pasear con el psiquiatra que lo atiende, el profesor Von Gudden. Ambos serán hallados muertos, aparentemente ahogados, en las aguas del lago Starnberg. Como le dice Ludwig a Gudden durante ese paseo, él es un enigma incluso para sí mismo. Y como tal, enigmática será su muerte, aún a día de hoy discutida: ¿muerte natural, asesinato, suicidio? Con una imagen congelada del rostro, ya cadáver, de Ludwig, se cierra el film.
La película, probablemente desmesurada en su extensión, se valora en ocasiones como una forma de consagrar a Helmut Berger como actor. Lo cierto es que, en mi opinión, y a pesar de la limitación que implica estar doblado, creo que Berger consigue una gran caracterización como Ludwig, vemos en pantalla como se va transformando, desde el joven apuesto e idealista del principio, al envejecido y enfermo monarca del final. Junto a Berger, en general el reparto está muy bien seleccionado, en una de esas mescolanzas de nacionalidades y lenguas típicas del cine italiano de gran presupuesto, y en particular de la filmografía de Visconti.
Quizá el resultado final se resienta de las malas condiciones en que Visconti tuvo que acabar la película, ya que, en julio de 1972, con 65 años, sufrió un ictus cerebral que le dejó paralizada la parte izquierda del cuerpo, necesitando varios meses para recuperarse. Durante ese período, Visconti se dedicó a dirigir el montaje y a supervisar la banda sonora, donde suena en especial la música de Wagner (incluida una pieza de piano de Wagner, inédita hasta entonces). Luego, como ya he comentado, vinieron los cortes drásticos de metraje y una carrera comercial accidentada. Quizá Visconti cayó en la desmesura, como el rey bávaro en su obsesión a la hora de construir castillos. Con todo, me parece un film admirable en muchos aspectos.
Quizá para compensar el esfuerzo titánico de Ludwig, la próxima entrega será un film íntimo, de cámara, rodada en estudio, entre cuatro paredes, Gruppo di famiglia in un interno, una ocasión de reencontrarnos con Burt Lancaster, junto a los ya habituales Helmut Berger y Silvana Mangano.