Las películas son proyecciones de sueños. Por si se nos ha olvidado.

El imperio no ha caído. "Megalopolis" muestra la versión más desatada y dionisíaca de Francis Ford Coppola, además de ser una película con la suficiente complejidad, a varios niveles, para ser desafiada desde el punto de vista autorista. Lejos quedan los tiempos de sus años en activo más fértiles, cuando sorprendió a los espectadores con uno de los filmes bélicos más desafiantes jamás rodados, o, por otro lado, con una de las trilogías más emblemáticas y refinadas de la historia del cine.

Con su último -y espectacular- proyecto, el director acomete contra muchos fantasmas. Se habla a sí mismo pero también se presenta orgullosamente como un catalizador de la obra, la cual traza un recorrido por la política institucional norteamericana al tiempo que pone las imágenes en confrontación para resucitar el espíritu vanguardista, que nos irrita, que nos desconcierta. "Megalopolis", en ese sentido, se jacta de ser una maravillosa conjunción del espíritu clásico y de la forma barroca, en la que Adam Driver vuelve a mirarse en este personaje tan magnético al que dio vida en "Annette", entre el mito de Orfeo y el de la creación. ¿Puede una nación comenzar de cero? ¿Puede un cineasta ser más que él mismo, como aquel literato llamado Dante que imaginaba toda la historia de su país entre infierno, purgatorio y paraíso? El octogenario Coppola, en el epílogo de su carrera, sigue buscando imágenes que miren hacia el futuro, entre control y caos.