Efectivamente. Autoría desatada siempre. Pero aquí no me apunto ningún tanto por reconocer la obviedad. Es Coppola. De los cinco de San Francisco, siempre fue el más excéntrico -en la mejor acepción posible- y arriesgado tanto en su toma de decisiones (siquiera quería hacer el Padrino porque la veía un tanto mundana en concepto. Estaba enamorado de la Nouvelle Vague y de Fellini) como en su aproximación ejecutoria (que explotó en Apocalypse, uno de los rodajes más fascinantes de la historia del medio), el más desatado por pulsiones que a veces escapaban a su control (el más afín a esto podría ser Milius desde personalidades afines en las antípodas ideológicas, lo cual siempre fue muy divertido para Lucas, por cierto), pero siempre respirando cine y retroalimentado por Eleanor, a la que amaba a morir.
Coppola no ha invertido una pequeña fortuna en Megalópolis ni para recuperar la inversión o recoger beneficios crematísticos, ni para pasar a una posteridad que ya le pertenece. Siquiera como una última validación ególatra, que sería legítima por la importancia de su figura (tiene mínimo cuatro obras maestras de referencia absoluta), cara al medio que tanto ama. Nada de eso. Solo hay que catar la última rueda de prensa en Cannes, de una humildad que desarma. Proyecto colaborativo a todos los niveles. Palabras textuales. Un maestro dando una última lección a tanto payaso narcisista que pasea por el medio, tanto en despachos y comités como en faena.
Coppola ha hecho Megalópolis porque necesitaba hacerla. No se me ocurre mejor motivo. Los resultados artísticos dictarán, aunque irónicamente, casi podría ser mi menor temor, porque no dudo que habrá muchísimo rescatable incluso en el peor escenario posible. No va a dejar indiferente a nadie en una época en la que el cine es más un producto de consumo de segunda categoría domeñado por la indolencia y la apatía, que el baluarte artístico definitivo, por aquello de conjugar en armonía tantas disciplinas. Va a ser una última lección, ya digo, después de una vida vivida. Quizás no sea su disertación más elocuente, y la emoción le trabe, pero va a decir exactamente lo que quiere, en forma y fondo, en el qué y en el cómo. Y eso, hoy día, es un privilegio.