Mi punto de inflexión fue cuando, por casualidad, me metí a aprender a tocar la gaita con un profesor que se anunciaba en un fanzine sobre música tradicional en Madrid. En el local donde se enseñaba, conocí a mucha gente con la que compartir de verdad una afición, de los cuales me han salido un puñado de grandes amigos con los que compartir experiencias y actividades de ocio diferentes a tener que irme de garitos a beber los fines de semana (algo que aborrezco completamente). De esta manera, aprendí que no puede haber auténtica amistad si no se comparte algo en común con alguien, al menos para mí. Y encima, la actividad de gaitero me ha permitido viajar y sacarme unas buenas perrillas con bastante frecuencia, aunque ahora mismo estoy retirado de los bolos (excepto si los hago junto a mis amigos). Un saludete.