LA NOCHE EN QUE CONOCÍ A SANTA CLAUS
Corría el mes de julio de 1973 y Creighton, en cama desde hacía semanas, debido a sus muchos males motivados por el alcohol, permitió a ese periodista de Los Ángeles llegar hasta San Clemente, con la intención de entrevistarlo. Creighton sabía que, tal vez, fuera la última entrevista de su vida. Sintiéndose con fuerzas aún, a la pregunta de: “¿Cuál fue el momento más mágico de su vida?”, tosió varias veces para intentar aclarar su voz y, mientras el periodista tomaba notas en su cuaderno, comenzó a narrar con la voz ronca.
—Fue en mi casa de Oklahoma, y tenía yo entonces unos cinco años de edad. Recuerdo una Navidad inolvidable, con todo el exterior rodeado de un espeso manto de nieve, y una felicidad inmensa en el seno familiar. Esa noche era la del día 24, y mi santa madre me había enseñado unas preciosas postales navideñas con Santa Claus como motivo central. Fue el colorido de la festividad lo que llamó mi atención en primer lugar, con sus verdes y rojos intensos; pero ese tipo de rostro amable, de cuerpo redondo como un tonel, y que según mi madre reía así: “¡Ho, ho, ho, ho…!”, era ante mis ojos de niño un ser mágico y fabuloso. Frente al fuego del hogar, escuché hechizado las historias que ella me contaba, de trineos voladores, de un Polo Norte de cuento de hadas, de niños que reciben sus regalos en tan señalado día, del amor que se palpa en la atmósfera… Pero, sobre todo, me emocionaba ese señor prodigioso, rollizo, vestido de manera tan exótica, que traía regalos y felicidad a las casas. Aquella noche quedé dormido en los brazos de mamá, pero desperté horas después en mi cama, como por arte de magia.
»Miré el reloj de mi dormitorio y marcaba las doce de la noche. El viento soplaba fuera con fuerza y, por lo que pude ver a través de la ventana, la nieve seguía cayendo sin descanso sobre nuestra comarca, hasta cubrir el sombrero de nuestro muñeco de nieve. Pasé de puntillas, descalzo a pesar del frío suelo, por delante del dormitorio de mis padres. Mamá dormía, pero papá no estaba. Bajé la escalera hasta pararme en el rellano: ¡había una luz encendida en el salón! Sentí miedo, pero también fascinación: ¡era la hora de Santa Claus! ¿Y si estuviera ahora allí, depositando mi regalo bajo el árbol de Navidad? Me armé de valor y entré en el salón. Mi sorpresa fue tan grande que hasta temblé: ¡Ante mí tenía al mismísimo Santa Claus! ¡Tal como lo reconocía por los dibujos y pinturas! Gordo y con barbas más blancas que la propia nieve, vestido de rojo con remates blancos, inclusive su particular gorro puntiagudo caído hacia un lateral. Su expresión, al verme, fue de asombro infinito. Entonces no lo entendí y sentí miedo. Al darse él cuenta, sonrió de manera amplia, amable. Jamás he visto en mi vida una sonrisa más auténtica. Puso los brazos en jarras sacando barriga, infló de manera cómica los carrillos, y me miró con los ojos abiertos y brillantes, casi desencajados. Fue cuando lanzó su peculiar: “¡Ho, ho, ho!”, y comenzó, ante mis ojos asombrados, a llevar a cabo docenas de gestos cómicos y piruetas. A pesar de su corpulencia, incluso dio un salto de campana para caer de pie sin que se le cayera el gorro.
»Con los ojos más abiertos que nunca, miré ese espectáculo magnífico que me ofrecía Santa Claus, sin reparar siquiera en los paquetes multicolores que había depositado a los pies del árbol de Navidad que decoraba un rincón del salón. Después de resoplar él varias veces por el esfuerzo, me tomó en brazos y me miró a los ojos: vi la bondad reflejada en ellos, tal como lo puede ver un niño de cinco años, y me hizo cosquillas con su enorme barba. Me dio un fuerte beso, me depositó con cuidado en el suelo, y me susurró que debía retornar al lecho como un buen chico. Después salió por la ventana del salón y la cerró. Me miró desde la nevada exterior y me lanzó un beso final, antes de que la noche se lo llevara.
»Pasaron los años, hasta que mi mente de muchacho comenzó a interpretar lo sucedido en aquella noche fantástica de mis cinco años. Y sentado estaba frente a álbum de fotos de mi padre cuando comprendí el valor de los hechos. Me recreé con las mil caras de los personajes interpretados por él: Quasimodo, el hombre simio, Erik –el Fantasma de la Ópera—, Alonzo —el hombre sin brazos—, el vampiro de dientes puntiagudos, y tantos y tantos otros inolvidables. Pero yo fui testigo único de su más genial interpretación; la primera del millar. Sólo para mis ojos. Una actuación tan auténtica que, en estos momentos finales de mi vida, aún sigo creyendo en Santa Claus.
Ángel Gómez Rivero