¡Qué duda cabe! En este país se inundan de ciudadanos las calles en cuanto los nacionales ganan una medalla o una copa en cualquier competición internacional, o cuando se concede el Nobel a un español, o un Oscar... Todos salen en masa con banderas y trompetas, gritando y saltando envueltos en los colores patrios.
Aquí no se está diciendo que todos los aficionados al fútbol sean descerebrados. Se está comentando la desmesura de este asunto concreto, el desenfoque que lleva a otorgarle una falsa trascendencia a un juego, el fomento de una masificación polarizada hacia un evento intrascendente y la manifestación de una histeria colectiva por un logro objetivamente ajeno a la población general y sin repercusión alguna en beneficio de la situación de un país. No son cuestionamientos al deporte en sí. Ni a que tenga espectadores y que estos lo disfruten. Hay otros muchos espectáculos, deportes y acontecimientos que, al parecer, no precisan de esta extroversión adrenalínica y patriotera para ser apreciados por sus adeptos. Lo que está ocurriendo con el fútbol es que se incita a vivirlo como si fuese algo más que un mero juego, se le está adjudicando una relevancia que no tiene y se presenta y experimenta como si fuese una guerra en la que nuestro ejercito nos defiende del enemigo exterior, en la que unos paladines luchan por la honra e integridad de un país.
La identificación avatariana de algunos (muchos) ciudadanos con unos señores que juegan un partido en Sudáfrica se lleva a extremos que suponen el que la gente salte en masa a las calles a gritar y celebrar algo que objetivamente es ajeno y trivial, pero que algunos viven como un triunfo personal o como una crucial reivindicación patriótica. Esa polarización que dota de importancia a lo que no la tiene, ese desenfoque, llevado a extremos de euforia masificada, es lo que resulta discutible, y para algunos alarmante. Y sería igual de distorsionador y desmesurado aplicado a cualquier otro evento irrelevante.



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