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Efectivamente, ese es el funcionamiento.
Y lo único que se puede objetar al estimulante hecho de debatir y de convencer es que, para debates políticos que atañen a decisiones que repercuten en la marcha de una nación y de sus ciudadanos, se utilicen argumentos, estrategias, artimañas, etc, que puedan resultar muy brillantes, o muy divertidas, o muy catastrofistas, o, simplemente demagógicas o falsas pero eficaces.
Lo que en un debate de colegio puede resultar ingenioso o avalar la capacidad de argumentación de un alumno aunque no responda estrictamente a la realidad, en un debate sobre el estado de la nación puede convertirse en demagogia o en falacia y no resultar tan disculpable como podría serlo en un debate estudiantil o entre amiguetes.
Me temo que, por lo que apunté en mi post anterior, los debates políticos se están deslizando hacia este funcionamiento y se utilizan demasiado a menudo frases grandilocuentes, opiniones, impresiones, premoniciones, etc, que tienen poco que ver con datos reales, cada cual por llevar el ascua a su sardina. Y en esto, claro, entran los consabidos grupos de asesores/publicistas que preparan el material y las estrategias de los líderes.
Sería deseable que los debates parlamentarios se ciñesen a hechos contrastados, para bien y para mal, y se utilizasen menos las descalificaciones, las suposiciones, los futuribles, los juicios de intención, etc, que es lo que abunda crecientemente y por parte de todos los parlamentarios.