Aunque “Y la nave va” fue una de las películas que consolidaron mi querencia por Fellini cuando empecé a explorar en serio su obra más allá de los tres o cuatro títulos que conocía (hablamos de cuando no había visto ni siquiera ninguna en blanco y negro), lo cierto es que, aun reconociendo que es un film muy interesante, mi entusiasmo por él se ha ido enfriando con el tiempo, hasta el punto de que fue una de las dos películas que no pudieron mantenerme despierto durante el reciente ciclo filmotequero, encontrándome en la muy desagradable situación de llegar a un punto en el que, habiendo perdido el hilo, no entendía lo que los personajes estaban haciendo ni por qué (alguno pensará que, tratándose de Fellini, que suele ser muy episódico y cuyos guiones tienen una lógica poco convencional, esto no debería ser tan grave, pero lo es porque puedes haberte perdido algún segmento autoconclusivo que sea lo mejor de toda la película; Fellini es como un holograma, porque el todo está en cada parte).
Es cierto que se trata de la creación más original de Federico en mucho tiempo, en especial comparándola con ese “Greatest hits” que es “La ciudad de las mujeres”. Aquí se abordan temas más novedosos, en ocasiones más propios de Visconti que de Fellini (la desaparición de toda una época y una cultura, por ejemplo), pero creo que a cambio de la novedad se paga un cierto precio, a saber que se nota que los personajes y situaciones no están tan cercanos al corazón del director y es un poco obvia la distancia marcada ante todo lo que sucede (culminando en ese “nadie sabe en realidad lo que sucedió” donde hay un conato de estructurar el final a lo “Rashomon”, idea, como pasa a menudo en Fellini, abandonada nada más esbozarla).
La ensalada de tonos es muy rara; por un lado hay comedia, pero por otro lado se quiere entonar una cierta elegía a esa cierta “edad de oro”, representada por la diva Edmea, tras la cual llegarían dos guerras mundiales a cual peor que acabarían para siempre con aquel optimismo inicial del “Novecento”, y también se ven ciertas ganas de experimentar con otras maneras de narrar, prolongando un poco la idea de “Ensayo de orquesta” de un reparto de personajes constante en un escenario único, lo cual, para un cineasta de la fantasía desbordante de Fellini, es una clara limitación. El resultado para mí es que es uno de los títulos fellinianos a los que encuentro un pulso narrativo más flojo, porque no veo el ansia de deslumbrar con algo genial casi en cada plano que se ve en los grandes títulos del maestro. Probablemente no sea algo ni mejor ni peor, sino la búsqueda de otro modo de hacer, pero mi impresión personal es que Fellini había perdido ya un poco su “mojo”, su magia.
Lo cual no significa que no haya genialidades marca de la casa: ese genio para el “casting” en la que Federico se las arregla para encontrar el actor absolutamente ideal para cada personaje. Encuentro impagable la actuación de Barbara Jefford como Ildebranda, la diva rival, con esos mohínes de soberbia y desdén y esa manera de bizquear los ojos cuando da el do de pecho, pero lo mismo se podría decir de muchos otros actores y personajes, dibujados con dos trazos visuales que los definen perfectamente, desde el orondo rubio que incorpora al gran duque de Herzog (nombre que es una clara broma del guión, pues “Herzog” quiere decir “duque”) y su siniestro jefe de policía barbudo y sibilino (húngaro a juzgar por el sonido de su idioma), pasando por los dos maestros de canto cuyo aspecto parece inspirado por el del viejo Franz Liszt o el decadente romántico enamorado póstumamente de la Tetua que protagoniza dos de los mejores momentos de la película (su aparición disfrazado en mitad de la evocación espiritista de la diva, que es a la vez horripilante y ridícula, y el final, de una triste belleza, en el que él permanece viendo las películas de Edmea en el camarote anegado, mientras el barco se hunde).
La música, aunque se nota nuevamente la ausencia de Rota (uno solo puede especular el salto cualitativo que podría haber dado con él una película en la cual la música es un elemento principal de la trama), tiene aspectos dignos de comentar. Los fragmentos corales que se interpretan no son los originales de las óperas, ya que sus textos contienen referencias a la trama (aunque los editores del DVD no consideran necesario subtitular las canciones, es algo que resulta obvio en momentos como aquel en el que el capitán y los pasajeros se niegan a entregar a los refugiados serbios), y resulta curioso, a la luz de lo inevitable que termina resultando todo, que algunos de los fragmentos recurrentes pertenezcan a “La forza del destino” de Verdi. También aparece con frecuencia el “Claro de luna” de la “Suite bergamasque” de Debussy (supongo que esa no será la "bella melodía pianística" que Mad Dog atribuye a Plenizio), que no deja de ser un poco topicazo, pero lo perdonaré porque a cambio suena también “Pasos sobre la nieve”, uno de los “Preludios” del mismo compositor francés, que pese a su simplicidad, o debido a ella, tiene un poder evocador increíble. Otro uso interesante de la música, más relacionado con el argumento, sucede cuando, mientras el duque se va al destructor en un bote y va cargando en él a los refugiados, hay una especie de superposición entre “La forza del destino” y un vals de Johann Strauss hijo, creo que “Leyendas de los bosques de Viena”, lo cual es extrañamente adecuado pues los valses de la familia Strauss eran la música popular por excelencia del imperio austrohúngaro y a menudo celebraban el poder de los “káiseres” y militares (el ejemplo más palmario es la “Marcha Radetzky”, de Strauss padre, escrita en honor de un general que, por cierto, frustró en el campo de batalla las aspiraciones separatistas de varios reinos que con el tiempo acabarían formando Italia).
Volviendo a los temas que se tratan en la peli, es curioso que, aunque parece que Mad Dog y yo estamos de acuerdo en que los temas políticos no se le daban muy bien a Fellini, sin embargo creo que tenía intuiciones geniales que resultaban casi proféticas: en 1983 pocos pensarían en las múltiples crisis de refugiados que se empezarían a producir hacia el final del siglo y duran hasta nuestros días. Fellini también parece ser muy escéptico sobre la historia y sus escritores: en este episodio apócrifo de la I Guerra Mundial, se especula con que el hundimiento del ficticio destructor se convirtió en un incidente internacional y tal vez se consideró un acto de guerra (algo que recuerda un poco a lo sucedido entre España y EEUU a raíz del acorazado “Maine”), pero el narrador, Orlando, apunta cuatro causas posibles para lo sucedido e incluso se deja en el misterio una de ellas, deliberadamente. Aunque la peli no es especialmente fantasmagórica (quizá por ello me guste un poco menos que otras) sí se busca dejar ciertos resquicios de ambigüedad, aunque casi todo queda más explicado de lo que es habitual en Fellini.
No entiendo muy bien, no obstante, ese momento cercano al final en el que vemos todo el artificio del rodaje, con cámaras, focos, equipo y demás (lo cual también sucede, por cierto, al final de “La montaña sagrada” de Jodorowsky, cineasta muy nombrado en este hilo), puesto que Fellini no esconde de ninguna manera los artificios y de hecho se recrea en ellos (véase la escena, mencionada tanto por Mad Dog como por Alex Fletcher, en la que dos de las cantantes contemplan el “tramonto” y afirman que el sol “parece pintado”). Quizá sea una manera de complementar el inicio en el que se homenajeaba al cine mudo, viéndose, también de manera imposible, al operador girando su manivela, y queriendo de esta manera cerrar el círculo al mostrar la sofisticación que el entonces incipiente invento había ganado desde sus inicios, rindiendo un homenaje al arte que logra la rara proeza simultánea de conservar la realidad del pasado y capturar sueños intemporales.