King Kong: El retorno del Rey Jackson
[spoiler: esta reflexión crítica alude a alguna de las claves que explican el argumento de King Kong de Peter Jackson]
Uno no sabe qué pensar o decir cuando se enfrenta a un remake; opinión que se agrava: a) cuando el original proviene de una cinematografía tan alejada de la nuestra como la de los años 30, b) cuando buena parte de las imágenes y secuencias de la película homenajeada forman parte del acervo cinéfilo-cultural de la gran mayoría de los espectadores (sean o no, aficionados al séptimo Arte; con el componente de herejía/blasfemia que origina este hecho en algunos); c) cuando los objetivos e intereses que la hicieron posible nos resultan hoy tan anacrónicos. Con estas cautelas, revisar un clásico incuestionable (e insuperable) como King Kong a estas alturas del nuevo milenio no podemos más sino considerarlo una empresa arriesgada, al menos, a nivel artístico (el rendimiento comercial puede suponerse, máxime cuando el potencial mercadotécnico se rebela tan imparable), un acto de osadía de naturaleza suicida (otros, creyéndose reyes del mundo sin serlo desaparecieron de la parcela autoral aquejados de un miedo escénico incurable) impropia de tipos asentados en una industria que no perdona el fracaso ni a quienes lo promocionan.
Y es que King Kong, no deja de ser una aventura-ficción en formato celuloso con ingredientes de monster movie paleontológica, tratamiento fantasioso en el desarrollo de la acción (que muchos considerarán exagerado y/o desproporcionado), y el eterno dilema entre la Bella y la Bestia (el gran subplot del cine de fantástico) como germen de una gran historia de (des)amor. Es decir, carne de cañón para críticos y puristas, para demandantes de un Cine reflexivo, ajustado, pretencioso, o en su defecto, para nostálgicos adoradores de las siluetas clásicas incapaces de dar su brazo a torcer frente al CGI y el estruendo revienta-tímpanos. Defectos éstos que acumula el King Kong de Peter Jackson con asilvestrado orgullo y que el propio director ni se atreve ni quiere ocultar.
Para contrarrestarlo (y por fortuna), el cineasta neozelandés apuesta por ofrecernos una película pasional y vibrante, una experiencia cinematográfica de ascendencia lúcida que sabe conservar y conserva el atractivo, la esencia, el encanto de las epopeyas de aventura de toda la vida en un argumento evocador que, en palabras de uno de los propios protagonistas, conserva vínculos con El Corazón de las Tinieblas conradiano. Palabras que, de forma singularmente pretenciosa, introducirán al grupo en las fauces de una isla prehistórica donde los conflictos se resuelven en el cuerpo a cuerpo y las bestias se amanceban con plena morbosidad.
Pero ahí no se acaban los riesgos de esta singular película. En su afán de desmarcarse de la cuestionable e irregular cintas de Guillermin (precedente de ésta, también en cuanto a metraje desorbitado y que el propio Spielberg trató de emular en la todavía interesante El Mundo Perdido: el principal referente del film que hoy nos ocupa), la película de Jackson canjea los juegos sexuales, casi burdos, de la predecesora, en una serie de juegos infantiles, circenses, que requieren de una cierta empatía del espectador, su beneplácito, y que sólo funcionan a medias en tanto que Naomi Watts no es Dianne Fossey y sus movimientos se rebelan demasiado impostados para alguien que está a punto de ser devorada por un animal gigantesco, seguramente maloliente. Pero no molestan, ya digo, pues cumplen con su misión de comunicar las emociones de un animal, Kong, el Rey de la Selva, más Rey que nunca en este ecosistema preñado de hostilidad y bestias atemporales, a pesar de sus heridas físicas y sobretodo existenciales, en una cueva escavada en lo alto de una montaña guarecida por los huesos de quienes debieron ser iguales, quizá la hembra que ya no tiene, a buen seguro, la última de su especie. En los ojos de Kong, la cámara de Jackson insiste en ello constantemente, refulge el destello de una tragedia ineluctable.
Los personajes que jalonan el film cumplen sus objetivos como arquetipos, protagonistas subsidiarios de esta historia de amor tan compleja (la subtrama que más le interesa a Jackson -y a mí- y a la que más tiempo y metraje dedica). Aquí, el aventurero Driscoll (Adrien Brody) se transforma en un guionista teatral, un comediante hábil con las letras y sus servidumbres, embarcado por cuenta de un engaño en una aventura extraordinaria: la filmación de una película en las inmediaciones de una isla desconocida, y que gracias de ella, acaba convirtiéndose en un superviviente nato, en un hombre de acción idealista, en un émulo de Indiana Jones sin látigo. Tercer vértice de un triángulo amoroso saboteado por la desdicha y la inexorabilidad, el bueno de Driscoll tendrá que recorrer medio mundo, escalar más de una cima, para conseguir abrazar a quien ama y, de paso, encontrar un halito de reciprocidad.
El resto de secundarios posibilita una identificación/asociación entre los cineastas y los aventureros, y sobre las indeseables vertientes que la puesta en marcha de un proyecto audiovisual conlleva, tema espinoso éste en el que Jackson se siente más que a gusto, dando buena cuenta de los productores y de si mismo, en esa simulación a lo Orson Welles realizada por Jack Black, cuya mirada excéntrica protagoniza alguno de los mejores momentos del film (relación entre Kong y Ann Darrow excluída).
Una vez presentados los personajes, en fin, la acción se divide en tres grandes bloques conceptuales divididos en otros tantos subepígrafes que bien podríamos emparentar con la praxis aristotélica: introducción (hasta que llegan a la Isla), nudo (mientras están en la Isla), desenlace (cuando regresan a Nueva York); unidades capitulares culminadas por sendos clímax que conforman la estructura argumental del King Kong de Peter Jackson, resolviendo con proclamas clasicómanas los entuertos en que se ve imbuido por cuenta de un departamento de producción adicto a los fuegos de artificio y a la pirotecnia desmedida. En el fragmento más reprochable de este film, una camada de Brontosauros asustadizos perturba la vida y los destinos de buena parte de los aventureros, persiguiéndolos y aplastándolos por doquier en medio de una confusión propiciada por un grupo de Velocirraptores spielbergnianos. Es una secuencia menor, exhibicionista y reprochable, insertada entre otras igual de exhibicionistas pero menos reprochables que sirven para subrayar el carácter residual (pero animoso) de otra de las vertientes definitorias de este tipo de películas: su incontenible despliegue de efectos especiales; despliegue que aquí, sin embargo, cumple con la prometida labor de aunar homenajes de índole cinefílico (desde O’Brien a Harryhausen, pasando por la propia trilogía tolkiana) con una sana y vacua intrascendentalidad argumental, que rellena de impostada adrenalina digital los tiempos muertos en que Kong y Ann Darrow descansan a salvo del peligro.
Son muchas, variadas, en fin, las sensaciones satisfactorias que deja el visionado del último trabajo de Peter Jackson, al igual que su anterior trabajo (aun discutible), una alabanza a la fantasía cinematografiada repleta de f/x y personajes invencibles, valerosos o cobardes, ambiciosos o nobles que, sin embargo, sufren y se enamoran, mueren y (sobre)viven en un hábitat devastador donde, pese a todo, aún queda un resquicio para la ternura, el afecto, la aventura sin fin...
Todo esto es King Kong de Peter Jackson. Una película que vilipendiarán muchos (que no captarán su condición de historia primaria y superlativa) y les gustará a otros (los menos) y que unos pocos (alguno de estos últimos) vindicaremos con el paso de los años como la aventura apoteósica y respetuosa que siempre quiso ser. Y es.
Lo más destacado: Naomi Watts rechazando el brazo de Adrien Brody al final del segundo bloque conceptual.
Lo menos destacado: que la (supuesta) cursilería de alguna de sus escenas simplifiquen las implicaciones filo-trágicas de esta historia universal.
Calificación: 8,5