SPIELBERG VUELVE A EXHIBIR SU DOMINIO DE LA NARRATIVA CINEMATOGRÁFICA CON ESTA ESPECTACULAR Y TERRORÍFICA PUESTA AL DÍA DE LA NOVELA HOMÓNIMA DE H.G. WELLS
Se supone que La guerra de los mundos, versión 1953 de Byron Haskin es una joya de la ciencia-ficción anacrónica. Si los elogios universales a esa mediocridad de marcianos reducidos por la fe y la intervención divina son un mero eco o un velado reconocimiento a una incuestionable revolución tecnológica es un insondable enigma de esotéricas implicaciones. Ni se tose el descarado vanguardismo y la insolencia visual de una serie B con resonancias épicas e inflexivas, pero pare el carro justo ahí. La insufrible moralina catolicista y misionaria daba grima. Tampoco tiramos cohetes revisando el texto original de H.G. Wells, autor de quiméricos destellos futuristas infinitamente más inspirados que La guerra de los mundos. Semejantes limitaciones literarias y tan renqueantes antecedentes cinematográficos no son el mejor augurio para una potencial gran película de marcianos o primos-hermanos de alguna galaxia muy lejana. Pero desde luego Haskin no era Spielberg, ni primo-hermano tampoco.
En manos de cualquier Roland Emmerich de tres al cuarto La guerra de los mundos sería un fenomenal monumento al pim, pam, pum, al resplandor de una sobredosis de tecnología punta. Pero Spielberg es el tramposo con más talento del lugar, quizá el mejor narrador puro y duro de la modernidad. Una vez más seduce y trasciende a los límites del blockbuster con un ejercicio de erudicón lúdica que contiene algunas de las secuencias de acción pura y simple mejor filmadas de las últimas décadas. Vuelve el genio de Cincinanati a sentar cátedra con los puntos de vista, con el subjetivismo participante sin enredarse en el jaleo digital dejando bocas abiertas a su paso. En ese sentido Wells ejerce de referente y Spielberg calca la fórmula del individuo confrontado en solitario al caos y a la destrucción. Vemos La guerra de los mundos a través de los ojos de una hormiga, superada por el incontenible bombardeo de acontecimientos. Spielberg nos mete en el conflicto a través de los ojos de Tom Cruise en un contrapicado subjetivo de la tormenta que se avecina y nos saca del infierno en un Boston apocalíptico entre senderos de redención. No deja de ser un viaje genuinamente spielbergiano que esboza lecturas de regeneración a través de la familia, de heroísmo meramente doméstico y de esperanza en las cenizas del caos.
La guerra de los mundos no es el megaespectáculo que muchos querrán ver. Es una película de pesadillas y fantasmas, de un mal padre empujado por circunstancias dramáticas y excepcionales a ejercer de buen progenitor, de histerias colectivas post 11 de septiembre, de pavor frente a la alteridad. Aterroriza el doble aquello que se intuye y no se ve porque Spielberg es un funambulista de los sugerente, un maestro del fuera de campo. Pero además el espectáculo es sublime. Acongoja el primer ataque de los trípodes en el cruce de carreteras, el ataque al ferry, el febril asedio de las masas al monovolumen de Ray Ferrier/Tom Cruise, pero cala aún más hondo el dilema paterno en el campo de batalla cuando el destino insta a elegir entre uno de los dos hijos. Una exhibición más del indomable instinto narrativo del maestro que vuelve a dar un atronador cursillo de manejo de la cámara y de gestión de la adrenalina física y emocional. La guerra de los mundos da mucho miedo, y no es por los dichosos intimidantes trípodes, es por el efecto Tiburón: dejar al espectador solo a oscuras rumiando su miedo al miedo, los happy endings y demás inevitables concesiones son accesorios. Gato por liebre, vaya.
Roberto Piorno
Lo mejor:El incalculable talento de Steven Spielberg.
Lo peor:Quizá la segunda mitad no está a la enorme altura de la primera.