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Ya tenemos conflicto internacional en plena escalada verbal (y no solo verbal) entre Estados Unidos y la URSS (recordemos que, en una de las primeras acciones de la presidencia Kennedy, Estados Unidos había intentado invadir Cuba en la fracasada acción de Bahía de Cochinos). Pero, tranquilos, Estados Unidos es el faro de la democracia y el respeto a los derechos humanos, y si su gobierno, o alguna de sus agencias (en particular, el FBI o la CIA), no están por la labor, para ello hay héroes representativos de lo “mejor y más genuino” del pueblo norteamericano, como el brillante abogado James B. Donovan (Tom Hanks, por supuesto), que de la noche a la mañana pasará de ser un experto en seguros, amante padre de familia, para convertirse en un hábil y astuto negociador capaz de leerle la cartilla a la CIA, enarbolando la bandera constitucional, y sacarles dos prisioneros, dos (el piloto y el doctorando tontolaba), a los comunistas a cambio de Abel, con el temple de un experimentado jugador de póquer.
En esto Spielberg es de un tradicionalismo argumental y expositivo de manual. Como, con cierta ironía, ya se hacía eco Hitchcock en
The Man Who Knew Too Much, con aquella frase inolvidable de: “
Don't you realize that Americans dislike having their children stolen?”, está claro que a los americanos tampoco les gusta que los comunistas encarcelen a sus soldados ni siquiera a sus estudiantes despistados. Así, en el último tercio, Donovan (encarnado por el estadounidense medio por excelencia del cine actual, Hanks, como en otros tiempos podría haber sido Gary Cooper o James Stewart) consigue vencer a los comunistas, sin dejar de parecer en ningún momento un tipo honesto, alejado de las componendas de la razón de estado, dispuesto a los mayores sacrificios por una buena causa (incluso a que unos desaprensivos berlineses pobretones le roben un lujoso abrigo comprado en Saks de la Quinta Avenida… en uno de los momentos más ridículos del film).