“QUE CUARENTA AÑOS NO ES NADA”
Sigo con películas de mi videoteca estrenadas en 1977. En este caso se trata de tres films que podríamos denominar “de fondo de armario” dentro de las filmografías de sus directores. Las tres comparten un
look muy setentero, con ese punto de feísmo, de inmediatez, de huir del esteticismo clásico (esos encuadres poco harmoniosos, esos zooms o teleobjetivos, esa cámara en mano), típico de la época.
Rabia (Rabid), de David Cronenberg. Después de su puesta de largo con
Shivers, el director de Toronto vuelve a la carga con un nuevo film de terror en el que vemos las catastróficas consecuencias de una experimentación científica bienintencionada. Una joven, Rose, sufre graves quemaduras como consecuencia de un accidente de moto. La atiende un médico que dirige una clínica especializada en cirugía estética, donde se investiga sobre un tratamiento especial para evitar problemas de rechazo en los injertos. Pero lo que parece una operación exitosa deriva en caos: la joven desarrolla un extraño apéndice en el sobaco [sic], de aspecto fálico, aunque escondido en algo así como una vagina, que utiliza como si fuera un aguijón para obtener la sangre de sus víctimas, que ahora es necesaria para su subsistencia (el porqué, no se explica, ni tampoco cómo se ha desarrollado ese extraño apéndice). Ese contacto transmite a sus víctimas un tipo de virus que los convierte en una especie de zombis rabiosos, extendiéndose la infección en poco tiempo como una plaga. El argumento es delirante pero plenamente coherente con ese discurso sobre la
New Flesh que Cronenberg fue ampliando y perfeccionando con el paso de los años. Destaca la presencia como actriz principal de Marylin Chambers, una actriz de cine porno protagonista de la célebre
Tras la puerta verde. Y lo cierto es que Cronenberg filma buena parte de las secuencias con Chambers con cierto regusto a película porno: esos asaltos de Rose para satisfacer su necesidad de sangre, en situaciones un tanto forzadas, recuerdan lo absurdo de tantas escenas porno, donde una anécdota insostenible argumentalmente da paso a la sesión de sexo correspondiente. Rose tiene “relaciones” con hombres, mujeres e incluso se insinúa que con un animal (una vaca), para lo cual se sirve de sus encantos físicos. Además, ese aguijón penetra a modo de falo letal a sus víctimas, como si le diera la vuelta a su trabajo como actriz porno. Un subtexto que seguro que quiso potenciar al máximo Cronenberg.
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Ruta suicida (The Gauntlet), de Clint Eastwood. Eastwood encarna al detective Ben Shockley, una especie de Harry Callahan trasplantado de San Francisco a Phoenix: alcohólico, sin pareja ni vida familiar, sucio y desaliñado, sin amigos, mal visto por sus superiores, de métodos expeditivos (no duda en abofetear o pegar puñetazos a mujeres), siempre al límite de la ley, pero honesto a carta cabal. Su misión: recoger a una testigo en Las Vegas y trasladarla a Phoenix para que declare en un juicio que implica a la mafia (y, de paso, a policías y fiscales corruptos). Ella es Sondra Locke, la pareja de Eastwood por aquellos años, y encarna a Gus, una prostituta más consciente del peligro que el propio Ben, ya que sabe que intentarán por todos los medios impedir que llegue al juicio. Utilizarán para desplazarse todo tipo de vehículos: una ambulancia, un coche patrulla, una moto, un vagón de mercancías y, finalmente, un autocar, con el que entran en Phoenix bajo el fuego de decenas de policías. Eastwood intenta explotar los elementos cómicos, casi paródicos, del argumento, y la supuesta química entre él y Sondra. De hecho, la película, menor dentro de su obra, casi funciona mejor como vehículo cómico, de lucha de sexos inmersa en una trama policial, que como thriller (aunque el enamoramiento de esos
losers, puta y policía, resulte un tanto inverosímil). Incluso tiene aires de
actioner pasado de rosca: el tiroteo contra la casa de Rose o contra el coche patrulla, y muy especialmente la emboscada final, momentos en que se cae en el exceso, en lo grotesco. Destaca la banda sonora jazzística, preceptiva para films de este tipo en esos años, firmada por Jerry Fielding (el autor habitual de las bandas sonoras de Sam Peckinpah).
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Y de Eastwood a uno de sus maestros y amigos:
Telefon, de Don Siegel. El veterano director entrega un film de espionaje un tanto rutinario, pero sobriamente rodado (Peter Hyams aparece como uno de los guionistas). Un agente de la KGB (Donald Pleasence, en una interpretación muy de su estilo), aparentemente en venganza por una purga de agentes stalinistas, empieza a “despertar” a una serie de terroristas en estado latente que residen en Estados Unidos, personas a las que muchos años antes se les ha lavado el cerebro para que, llegado el caso, puedan realizar atentados contra puntos neurálgicos del país. Otro oficial de la KGB, el circunspecto Charles Bronson, recibe la misión de frenarlo y, de paso, acabar con todos esos agentes latentes. Para ello cuenta con la ayuda de una agente doble (Lee Remick, en un papel de florero, supongo que para animar un poco al personal que no goza con la cara de palo de Bronson). Un film discreto, con sabor a Guerra Fría, que hoy se ve como ejemplo de un género un tanto pasado de moda (aunque aún rusos, chinos y árabes siguen sirviendo para films de intriga más o menos conspiranoicos). Por cierto, la imagen se ve afectada por esa moda tan nociva de uso y abuso del flou que sufrimos por esos años. También aquí la banda sonora la firma un habitual de tonos jazzísticos: Lalo Schifrin.
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