Tiendo a creer que no es buena idea leer una novela y a continuación su adaptación fílmica. Pasar tanto tiempo en el mundo literario, absorbiendo lentamente todos los detalles cuidadosamente concebidos y colocados, me predispone a buscarlos en la película y a sentirme defraudado cuando los cineastas los descartan o los reflejan de una manera distinta a lo que me llevó a entender el autor. Esto es inevitable al tratarse de lenguajes distintos y de personas diferentes que tienen prioridades diferentes a la hora de contar una misma historia, aunque también me sucede, ante adaptaciones extremadamente fieles, pensar que la película no aporta nada nuevo y se limita a ilustrar los pasajes del libro.
En el caso de “El inocente”, Visconti ya avisa en los créditos de que se trata de una adaptación libre. Un servidor, que ya tenía la entrada escrita más que a medias la semana pasada, se animó con la novela de D’Annunzio por el gusanillo de romper “la maldición del italiano”, idioma del que tengo un certificado de nivel B2 (me lo saqué para entender mejor películas inéditas de terror italiano y “giallo”, os lo juro) pero que, a la hora de leer, me ha frustrado mucho debido a la cantidad de cultismos y dialectos populares que suelen aparecer en según qué obras literarias, unos enormes repertorios de lenguaje que se salen muchísimo de lo que aparece en las clases de italiano como lengua extranjera (del mismo modo, cuidado con todas las películas que reflejan el modo de hablar de las clases populares: lo que se te enseña es básicamente el italiano de la RAI).
D’Annunzio, pese a ese lenguaje “enfático” y retórico que Visconti parece reprocharle a través del guión por boca de Tullio, no me ha resultado muy complicado de leer (desde luego, menos que obras de apariencia más “sencilla”), pero me sorprendieron tanto las diferencias con la película que di marcha atrás y descarté lo que tenía ya escrito, pues no sabía si había entendido mal el film, que vi en un cierto estado de somnolencia, sobre todo al final, o si Visconti había hecho tabla rasa de varios aspectos que no le interesaban. Volviendo a ver la película, me he dado cuenta de que es un poco “mitad-mitad”, y que hay más del libro en ella de lo que me había parecido sin conocer el original.
No soy del todo consciente del lugar que ocupa Gabriele D’Annunzio en las letras italianas, pero sí tengo la impresión de que, fuera de Italia, la percepción de su figura está muy coloreada por su apoyo al fascismo de Mussolini en sus últimos años, y que algunos lo ven como una especie de precursor ideológico de las corrientes de la derecha totalitaria del siglo XX, poniendo en primer término su participación entusiasta en la I Guerra Mundial, durante la cual llegó a perder el ojo derecho. Recuerdo incluso, cuando los Vips tenían aún librería (qué tiempos aquellos), haber echado una ojeada a una biografía de D’Annunzio publicada por la editorial Ariel, bastante voluminosa, que portaba el significativo título de “El gran depredador”, como anuncio de su visión bastante desfavorable de una figura que, sin embargo, a juzgar por su mote de “Il Vate”, fue considerado en vida como el poeta por antonomasia, la literatura en persona.
La razón por la que Visconti, considerado de izquierdas a nivel intelectual, pudo interesarse por la obra de un autor relativamente desprestigiado a la altura de los años 70, pudo ser sentimental o familiar: encuentro sugestivo el comienzo en que vemos una vieja edición del libro y la mano de una persona mayor (las mangas me hacen pensar que puede tratarse de una mujer, pero quién sabe) que pasa sus páginas, con detenimiento especial a la dedicatoria (que por cierto no aparece en la edición de la que dispongo) a una tal Maria Anguissola: ¿pariente tal vez del director? En todo caso, esta original introducción establece un contexto de “libro antiguo que estuvo de moda en su época” que Visconti no consideró necesario establecer en sus otras adaptaciones literarias.
Vaya por delante que, aunque mis recuerdos no lo veían así, ahora creo que “El inocente” es una película más interesante que “Confidencias” (solo por citar un aspecto, la dimensión política de esta última, con esa especie de advertencia sobre el regreso del fascismo, me parece un poco pueril, casi digna de unas elecciones locales madrileñas). Incluso creo que explora terreno nuevo, reformulando sus habituales ficciones sobre el cambio de paradigma histórico en clave de drama psicológico, incluso con ciertos ribetes de suspense alrededor de la incertidumbre sobre qué hará el personaje de Tullio Hermil, del que se sabe transmitir gran parte de la complejidad pese al desafío de no reproducir en la película el monólogo interior en primera persona que compone en su totalidad la novela.
A pesar de que “Confidencias” parece concebida para ser la despedida de su director, “El inocente” cierra su filmografía de una manera más brillante, toda vez que, además, se vuelve un poco al esplendor visual de antaño y a esos encuadres bien compuestos que costaba un poco encontrar en la etapa del 65 al 72. En este sentido, pienso que el delicado estado de salud de Visconti en sus últimos años pudo llevarle a delegar muchas responsabilidades en asistentes decididos a preservar el legado magistral de obras como “Senso” o “El gatopardo” y a intentar reproducir el aspecto visual de aquellas grandes películas, en lugar de continuar el estilo más informal de la “segunda etapa”. Como es habitual, hay un énfasis en la recreación de interiores suntuosos, lo que obliga a descartar toda la importancia que tienen en el libro la naturaleza y el campo, con el paso de las estaciones descrito de manera muy sensorial. No aparecen detalles que encuentro inolvidables, como las becquerianas golondrinas que han colonizado con sus nidos la casa de Villalilla, o el personaje de Giovanni de Scordio, anciano campesino abandonado por su familia y que concibe un gran afecto por el Inocente, y un personaje del que el Vittorio de Sica neorrealista habría sacado oro pero que está lejano de las preocupaciones que aquí muestra Visconti.
No es mi intención diseccionar en gran detalle la película en relación con la novela, pues para hacerlo bien necesitaría volver a leer la novela después de haber vuelto a ver la película, pero hay varios cambios que me llaman la atención. El primero es que Visconti desarrolla la relación de Tullio con la condesa Teresa Raffo, que en el libro apenas es un telón de fondo que sucede “fuera de escena” por así decirlo (curiosamente, como parte de esta trama, aparece Massimo Girotti para encarnar, en una breve aparición, a un personaje que en el libro solo es nombrado, aunque con otro apelativo). Muy distinta a esas “mujeres objeto” que solía encarnar en pelis anteriores Cardinale, Teresa Raffo es vista como una mujer moderna que reivindica su independencia y que no se deja manipular por Tullio, en contraposición a la figura de su esposa Giuliana, vista aparentemente como un ser más dócil y moldeable a la voluntad de su esposo.
La relación de Tullio Hermil con Giuliana, tal como la describe D’Annunzio, es más extraña y compleja de lo que vemos en la película, pues se nos cuenta cómo él la asocia con su hermana Costanza, muerta de pequeña, y hay en el vínculo entre ambos una combinación de amor fraterno, culto a la pureza y deseo físico que me atrevería a calificar como un tanto enfermiza, cuando no incestuosa. Es curioso que, mientras que el libro sugiere que la relación entre Tullio y Teresa es predominantemente física y un tanto depravada (el narrador afirma que con ella era “un obseso, un hombre invadido por una locura diabólica”), en la película solo departen como personas civilizadas y analizan su relación casi filosóficamente, mientras que en el lecho conyugal con Giuliana estamos lejos de la frase obsesivamente repetida sobre la “piel blanca que apenas se distinguía de las sábanas” para incluir al menos dos escenas subidas de tono en las que podemos admirar la anatomía de Laura Antonelli en todo su esplendor.
Esto lo podríamos explicar por razones prácticas pero también argumentales. Al fin y al cabo, Jennifer O’Neill era una estrella de Hollywood, famosa gracias a “Verano del 42”, entre otras (y que aún rodaría algo más en Italia, por ejemplo el sugestivo giallo “Siete notas en negro” de Lucio Fulci), y desnudarla más o menos gratuitamente no era de recibo, toda vez que su personaje es una feminista “avant la lettre” que pide ser considerada en pie de igualdad por Tullio, caminando al mismo nivel en lugar de ser encumbrada o degradada a capricho. En cambio, Laura Antonelli ya tenía en su haber varios títulos de corte semi-erótico, entre ellos la célebre “Malicia” de Salvatore Samperi, o la adaptación de “La venus de las pieles” de Sacher-Masoch filmada por Massimo Dallamano (la cual, por cierto, a día de hoy no se puede editar sin censura en Reino Unido). El hecho de que a Antonelli le costaba menos quitarse la ropa (sin duda alguna un posible reclamo comercial para un film de autor) se aprovecha argumentalmente con astucia, pues, por solo poner un ejemplo, cuando Tullio la desnuda por completo rompiéndole el camisón, lo hace cuando está intentando convencerla de que aborte, en cierta manera diciendo: “tu cuerpo es mío, y yo, tu marido, decido sobre él”. En general la impresión que se quiere dar es que Tullio tiraniza a Giuliana a través del sexo.
Otro desnudo que aparece, una auténtica marca de la casa, es la del actor Marc Porel, que, en modo “beau ténébreux”, interpreta a Filippo D’Arborio (en la novela solamente “Arborio”, pero Visconti debió de creer que no quedaba lo suficiente claro en el libro que D’Annunzio incluía un personaje similar a sí mismo, y lo quiso subrayar con la partícula). D’Arborio, escritor a la moda y verdadero terror de los salones (de hecho, la descripción de D’Annunzio en la biografía de Lucy Hughes-Hallett saca mucho rendimiento de definirlo como “un depredador sexual”), se aprovecha de un momento de debilidad de Giuliana, la mujer “constantemente fiel”, y termina siendo el padre del “Inocente”.
La novela difiere bastante la revelación de todo esto, pero Visconti prefiere que Tullio conozca todo casi desde el principio (de hecho, en la escena en que Giuliana canta el aria de “Orfeo y Eurídice” de Gluck, Tullio ya está leyendo “La fiamma”, trasunto de “Il fuoco” de D’Annunzio). La escena en que, ya presa de los celos, Tullio se enfrenta a D’Arborio en la sala de esgrima, contiene un análisis de la anatomía del rival, una vez en el vestuario, que supone el pretexto perfecto para la típica escena de ducha de Luchino, que no es exactamente lo mismo que la escena de la ducha de Hitchcock. De hecho, Visconti se esfuerza en que Giancarlo Giannini adopte un semblante torvo para que no creamos que su mirada a D’Arborio expresa deseo, pero el componente homoerótico no es tan fácil de descartar, sobre todo siguiendo la tan extendida (y discutible) teoría, que ya referí en su momento a propósito de “Casanova” de Fellini, de que los grandes seductores de mujeres no son sino homosexuales sublimados.
Volviendo a Giannini y su semblante torvo, creo que Visconti tiene una visión de Tullio Hermil bastante divergente de la de D’Annunzio. Mientras que este último lo retrata como un hipersensible neurasténico, el primero lo ve como un manipulador, bastante más frío y duro (llega a pegar a su esposa, algo que cuesta imaginar en el personaje del libro), al que dota de una dimensión casi de “inmoralista”, subrayando su ateísmo y su falta de miedo al infierno como base de un comportamiento utilitarista que no retrocede ante nada (cabe preguntarse si aquí, aprovechando la reputación turbia del escritor, no se quiere retratar un cambio de filosofía y de moral que desembocaría en muchos “inocentes” asesinados a lo largo del siglo XX por razones pragmáticas), en un monólogo que desde luego no aparece en el libro, como tampoco aparece el diálogo en que Giuliana, por ganar tiempo, aparenta rechazo por su hijo, lo cual es entendido por Tullio como una legitimación de su intención homicida.
Debe de ser que en el momento en que escribo esto he estado frecuentando el “Universo David Lynch” que recupera en salas gran parte de la obra del director estadounidense, pero, al leer la descripción que hace el narrador de D’Annunzio del recién nacido Raimondo, no he podido evitar acordarme del repugnante “bebé” de “Cabeza borradora”, a quien su padre también decide finalmente asesinar. Es curioso, no obstante, que en la novela hay una gran ambigüedad sobre si realmente fue Tullio el autor de la muerte del niño, puesto que, después de exponerlo al frío invernal mientras los demás están en la novena, los médicos lo examinan varias veces y no ven nada anormal en su salud, y al final, salvo que un médico forense me corrija y se trate de un síntoma habitual, se dice que Raimondo murió de “una intoxicación aguda de ácido carbónico”. Visconti, en palabras del personaje de Federico, el hermano de Tullio, también intenta introducir esta ambigüedad, pero en la película la muerte del niño es tan instantánea que al espectador no le cabe duda. Cabe decir además que en la novela Tullio y Giuliana ya tenían dos hijas, mientras que en la película el Inocente es su única descendencia, lo que subraya el carácter trágico del argumento.
En todo caso, lo importante es que el protagonista se siente culpable, lo que hace el final de la novela más inquietante que el de la película. En la película, hay grandes escenas de melodrama: Giuliana sabe instantáneamente que el culpable es Tullio y afirma de modo enfático que D’Arborio será siempre su gran amor (lo cual revela por su parte gran ingenuidad, pues ella fue solo un ligue entre cientos), y el intento de volver con Teresa también fracasa pues ella es consciente de que el gran amor de Tullio es justo esa esposa que ya no quiere nada de él, lo cual la disminuiría en los sentimientos de un amante que no quiere compartir con nadie (para defender la libertad de amar, Teresa Raffo un poquitín posesiva sí que es).
Visconti se saca de la manga en el último rollo la disposición de Tullio a suicidarse si ya es incapaz de satisfacer su hedonismo, y aparece dentro de un cajón una pistola en un plano que no habría gustado mucho a Anton Chéjov, más partidario tal vez de haberla mostrado en el primer acto. El libro postula un tormento moral permanente, y de hecho toda la novela está planteada como una confesión, aunque preguntándose a quién puede estar dirigida. En comparación con “Ossessione”, de 34 años antes, y que también es, en cierto modo, una intriga de asesinato en el seno de una pareja, se prefiere que el protagonista muera rápido en lugar de vivir sumido en la culpa. En “Confidencias”, la filmografía viscontiana iba a terminar con una agonía lenta y triste. En cambio, “El inocente” proporciona un colofón más violento y brutal a una de las trayectorias más brillantes de la historia del cine.
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