26. Simón del desierto (1965)



Resulta difícil hablar de Simón del desierto porque estamos ante un film incompleto. Una buena parte del guion (escrito por Buñuel y su amigo Julio Alejandro, a partir de una historia del de Calanda) no se pudo rodar por falta de financiación: el productor mexicano Gustavo Alatriste se quedó sin fondos y no se pudo o supo encontrar una financiación alternativa. En consecuencia, se modificó el final del film, y con lo rodado (correspondiente a 15 días de rodaje y 10 de montaje) se alcanzó un mediometraje de 43 minutos, quedando fuera algunas de las secuencias más espectaculares con tormentas y nieve. También tuvo que renunciar a su idea original de rodar la película con diálogos en latín (con lo que se hubiera avanzado unos años al Sebastiane de Derek Jarman) subtitulados en castellano escrito con letra gótica.

Quién sabe si el film completo hubiera tenido la misma fuerza que el finalmente montado. A pesar de su corta duración, o quizá precisamente por ello, Simón del desierto es un film donde se concentra el cine de Buñuel más puro, sin digresiones o añadidos innecesarios. Va al grano y lo hace de manera concentrada, sacando partido de cada uno de los planos.

La película recrea la figura de Simeón el Estilita, anacoreta sirio del siglo V d.C. Su peculiar retiro del mundo consistió en pasar 37 años sobre un pilar



Simeón se convierte en Simón (magnífico Claudio Brook), al que se nos presenta cuando ya lleva 6 años, 6 meses y 6 días sobre una columna y se prepara para desplazarse hasta otra columna de mayor altura, en medio de un gran gentío. No parece casual que el acto se realice el día en que la duración de su estancia coincide con el número de la bestia: 666, una premonición de la presencia demoníaca.



Con la sola compañía de su madre, que se instala al pie de la columna en una cabaña, Simón pasa el tiempo en meditación y ayuno extremo en su pilastra. La población le pide milagros (como el del ladrón al que han cortado las manos), convencidos de su santidad, pero Simón se muestra incómodo porque dice no ser merecedor de esa adoración.



Siguiendo la tradición de los santos anacoretas, el diablo lo va a tentar repetidas veces, en forma de mujer (encarnado por Silvia Pinal, lo cual es mucha tentación): primero transportando un cántaro,



luego como una niña que juega con un aro, y que le muestra las piernas enfundadas en medias negras (imagen reiterada varias veces a lo largo de la filmografía de Buñuel), mientras le dice “¡mira qué piernas tan inocentes!”, o los pechos.





Tampoco cae Simón en la trampa que le prepara un monje endemoniado, Trifón (el habitual Luis Aceves Castañeda), momento que da paso a uno de los diálogos más hilarantes del film (y que anuncia en cierto modo la posterior La Voie Lactée), cuando Trifón lanza sus proclamas blasfemas: “¡Abajo la Sagrada Hipóstasis!”, “¡Muera la Anástasis!”, “¡Viva la Apocatástasis!”, y los monjes, cada vez más confusos, se aprestan a negarlas diciendo lo contrario, dirigidos por el monje más viejo, Zenón (Enrique García Álvarez, visto en Él ángel exterminador).



Otros episodios nos presentan las conversaciones de Simón con el joven monje al que exhorta a dejar el monasterio hasta que le crezca la barba, o el diálogo con el monje Daniel, que le recriminará al estilita: “Tu desinterés es admirable y muy eficaz para tu alma. Pero temo que, como tu penitencia, de poco sirva al hombre” (lo que establece un paralelismo entre Simón y Nazarín), o la relación con el enano pastor de cabras (Jesús Fernández, el Ujo de Nazarín).



Cuando Simón lleva ya 8 años, 8 meses y 8 días en la columna, el diablo vuelve a la carga. Primero en forma del Buen Pastor.



Más tarde, un ataúd llega a través del desierto, del cual surgirá de nuevo el diablo, a la manera draculiana, para triunfar definitivamente sobre Simón.





Esta vez no podrá evitar que el diablo se lo lleve de su columna, a bordo de un avión, dejándolo en Nueva York, en el interior de una discoteca “infernal” donde suena el tema “Carne radioactiva”, interpretado por el grupo mexicano Los Sinners: es el “baile final”. Simón, con aspecto de beatnik, asiste incómodo al espectáculo de los jóvenes bailando, a lo que el diablo le espeta un definitivo: “tendrás que aguantar hasta el fin”.



Son 43 minutos sin desperdicio. He destacado varios momentos, pero podría detallar la película plano a plano, diálogo a diálogo, desde las ensoñaciones de Simón corriendo y jugando con su madre, a la presencia tan buñueliana, ¡cómo no!, de diversos animales (hormigas, saltamontes, un sapo, un conejo al que Simón da una de las hojas de lechuga, que es su único alimento).

Buñuel consigue además que la película nunca resulte estática, gracias a un conjunto de travellings ascendentes que nos muestran al anacoreta o los planos cenitales con elegantes movimientos de grúa. A destacar la presencia nuevamente de Gabriel Figueroa tras la cámara.

La película supuso el adiós definitivo a México en el ámbito creativo (aunque no su residencia, que continuó teniéndola en la capital mexicana) y el inicio de la etapa final de su filmografía, centrada en las producciones francesas y en francés, salvo el paréntesis de Tristana. La semana que viene, uno de sus mayores éxitos: Belle de jour.