Y no podía ser de otra manera: tendrían que transcurrir otros cuatro años más, como obedeciendo a un ciclo cabalístico, para poder recrearnos de nuevo con el magnífico universo creado por la productora. Es así como nacería La sombra de Frankenstein (Son of Frankenstein, 1939), título que cerraba la legendaria e inspirada década de los treinta.
La cinta la dirigió Rowland Van Lee, y lo que parecía en principio constituir un posible lastre, quedó totalmente descartado al comprobarse la valía de la presente aportación; basándose en un guión de Willis Cooper, la historia narraba la aparición en escena del hijo del doctor Frankenstein, el también barón y doctor Wolf Von Frankenstein, interpretado por Basil Rathbone en una de sus más felices apariciones en pantalla y uno de los platos fuertes de esta entrega.
De nuevo la acción transcurre contemporánea a la época del propio rodaje, e inicialmente en la trama, desde el tren en el que viajan Wolf, su mujer e hijo, se puede observar a través de las ventanas el ambiente desolado de unos paisajes que cargan de malos augurios la llegada al pueblo de su padre, denominado Frankenstein. Este ambiente recargado no disminuirá con el final del trayecto, donde, tras un gélido recibimiento, la gente se dispersará al oír al nuevo barón hablar de su antecesor. La visita al castillo, estratégicamente situado encima del pueblo, en lo alto de una montaña y encerrado por las murallas fortificadas, va acrecentando cada vez más el aspecto opresivo de una historia siniestra.
En una visita al apartado laboratorio, construido al amparo de una enorme cúpula, el doctor descubre la presencia de Ygor, un siniestro pastor jorobado —asombroso Bela Lugosi—, con el cuello roto y la mente alienada, que va a otorgar al relato una nueva dimensión, ya que la personalidad sencilla y burguesa del doctor cobrará, gracias a él, un vigor inusitado, transformándose paulatinamente en un obsesivo investigador, cuya única preocupación casi enfermiza es la de devolver el brillo perdido a su apellido.
Ygor conducirá al nuevo vástago por pasadizos ocultos, hasta desembocar en un perdido mausoleo, donde descubrimos al monstruo, que al parecer no murió en la anterior película. Tras su asombro inicial, leerá en la tumba de su padre, bajo su nombre, la cruel inscripción de los aldeanos: «Creador de monstruos». Pero gracias a la elocuencia de Ygor, quien le atribuirá al debilitado ser la paternidad de su creador y de madre la electricidad, el carácter reservado y defensivo de Wolf se irá remodelando y acercándose hacia la psicología de su ancestro. La secuencia finalizará de manera harto significativa: el doctor subirá a lo alto de la tumba del progenitor, y con una antorcha ejecutará unos enérgicos trazos. La cámara, finalmente, se acercará al texto, captando una tachadura en la palabra «monstruos», y leyéndose en su lugar «hombres». No podía quedar más explícito.
El posterior desarrollo de la trama nos conducirá a las relaciones entre el barón y el inspector Krogh, interpretado por Lionel Atwill, asiduo actor secundario de la productora, que aquí nos legaba uno de sus más agudos trabajos. Lo cierto es que Karloff, Lugosi, Rathbone y él llegan a formar un cuarteto histriónico como pocas veces se ha podido ver en el cine fantástico.
Por un lado tenemos a estos dos personajes, que con sus pasiones y vivencias —el policía tiene un brazo ortopédico gracias a una agresión anterior del monstruo jamás vista, y que por cierto volverá a perder en el desenlace de la historia de idéntica manera—, va introduciéndonos cada vez más en la tensa narración. Esa lucha antagónica, soterrada y disfrazada de falsa cordialidad, muestra en uno las sospechas de la amenaza latente del terror desatado; en tanto en el doctor va adquiriendo todo un repertorio de sentimientos que parten de la defensa a ultranza, hasta, por motivos lógicos, el temor de que revivan tragedias pretéritas. En el otro extremo, Karloff y Lugosi entablarán de nuevo en su filmografía un duelo increíble —estos enfrentamientos depararían a la afición algunos de los mejores momentos del terror clásico—, en donde captamos el universo interrelacionario de la monstruosidad heterogénea. Por un lado está la figura de nuestro singular ser, que una vez vuelto a la vida por la magia de la ciencia —en este caso los efectos especiales de John P. Fulton son más comedidos que en el filme anterior, pero de una sobria eficacia—, viene a mostrarse con un considerable grado de ambigüedad. Y es que su psicología no conecta con la anterior película, presentándose aquí como un ser mudo, de instintos bastante primitivos, pero no obstante no exento de cierta ternura y sentimientos. Siendo esas emociones las que lo ligan con el otro personaje complementario, el jorobado, que en principio demuestra un infinito celo por su persona, protegiéndola incondicionalmente ante los demás. Esto se verá reflejado desde la propia secuencia de la vuelta a la vida del monstruo, donde casi queda electrocutado al comprobar las convulsiones de éste en la experiencia eléctrica.
Su psicología protectora lo llevará incluso a apartar un delator espejo del laboratorio, que al mostrar la terrorífica imagen hace al monstruo repelerla con violencia, en otro estadio revelador de no aceptación de su anormal físico. Aquí, el doctor comentará la necesidad de operar el cerebro para convertirlo en un ser intelectualmente normal, lo que induce a pensar en su integridad moral y su fuerte personalidad, que en este caso no acepta ser vapuleado por las circunstancias; pero Ygor no quiere para su amigo la normalidad que lo margina a él también —uno de los primero planos del filme mostrará cómo la gente lo desprecia arrojándole piedras al pasar junto a las murallas de la fortaleza—. Y utilizará, de esta forma y de manera oculta, a su colosal compañero para consumar sus particulares venganzas.
CON REGUSTO EXPRESIONISTA
Es necesario que señale la importancia estética de las salidas del imponente ser al exterior, ya que el ojo de la cámara mostrará unos desolados parajes, con árboles secos y retorcidos, de siniestra belleza. La perfecta fotografía de George Robinson sabrá sacar gran partido de los decorados supervisados por la dirección de Jack Otterson, que aunque distintos de los anteriores, no resultan, sin embargo, menos impresionantes. Estos exteriores de gran impacto plástico, por su opresiva estampa, se verán complementados con unos interiores, sobre todo el castillo, plenamente expresionistas e intencionadamente desprovistos de mobiliario —diferenciándose con personalidad del título precedente—, en donde el eje central lo tenemos en aquella escalera de madera, enorme, que refleja sus escalones sobre la pared, configurando una exquisita pintura y un set bastante psicológico. Como igualmente psicológico e intencionado queda también el hecho de situar un enorme pozo de aguas sulfurosas en medio del laboratorio, creando una sensación, premonitoria por otro lado, de que cualquiera puede caer por allí. Pocas veces, haciendo honor a la verdad, he presenciado unos exteriores de castillo tan sugestivos y bellos como los mostrados en esta ocasión.
La trama se recreará bastante en la personalidad asombrosa del pastor interpretado por Lugosi, y será alrededor de su retorcida figura donde se centrará en esta ocasión el drama; ya que el barón, indignado por las muertes-ejecuciones del monstruo —Ygor tocará el cuerno a la manera de celebración en cada ocasión—, disparará sobre el jorobado acabando con su marginal vida, y originando más tarde en aquél un estallido de dolor e ira que deja entrever una vez más los soterrados sentimientos humanos que anidan en su interior, y que propiciará el rapto del hijo del doctor; lo que a su vez enriquecerá más el entorno emocional, ya que tras un intento de arrojar al pequeño a las entrañas del humeante pozo de azufre, opta por retenerlo. Paradójicamente, más tarde él mismo caerá al abismo —tras recibir varios impactos de balas en su pecho a manos del policía—, gracias a la reacción del doctor, que, emulando el mejor estilo de Tarzán, se lanzará habilidosamente agarrado al extremo de una cuerda desde lo alto del laboratorio, impactando con su cuerpo y haciéndolo caer hacia su aniquilación.
Desde sus primeras apariciones, Lugosi compone en esta ocasión una figura retorcida y siniestra —inolvidable la secuencia de salón, en la que Rathbone brinda por su progenitor, frente a una pintura suya, y de fondo un enorme ventanal mostrará el perfil del pastor jorobado, espiándolo, con una mar de rayos y una copiosa lluvia dibujándose a sus espaldas—. Todo un personaje denso y envuelto en extrañas, complejas e insanas pasiones, donde la grosería —escupe al hablar y se golpea el cuello en la dureza en donde se rompió la cuerda, cuando fue ahorcado con anterioridad— dejará paso a una ternura egoísta —relación con su amigo—, pero cayendo en la psicología criminal más descarnada y cruel. Su aspecto —excelente el maquillaje de Pierce— y su peculiar personalidad lo conducirán a distanciarse del tipo de papeles con los que triunfó: el aristócrata de maldad refinada; el villano por excelencia del cine. Con esta aportación, Lugosi conseguirá una de sus tres más geniales labores dentro del extenso abanico que compuso durante sus años más íntegros y felices, junto a su inolvidable e imperecedero Drácula y al gran maestro del vudú Murder Legendre, del bello filme de Victor Halperin: La legión de los hombres sin alma (White Zombie, 1932).
Boris Karloff, con una pelliza de lana, se nos impone más bestial que nunca, en aspecto y fuerza. Siendo capaz de levantar un árbol del camino y arrojarlo lejos, agarrar a un aldeano por el cuello y sacarlo de su carreta, para posteriormente colocarlo bajo las ruedas de aquélla, manejar una gigantesca y pesada trampilla sin la ayuda de las poleas, etc. Por otro lado, su rostro seguirá expresando bajo el perfecto maquillaje, y de manera tan magistral como en sus anteriores incursiones, todo un universo de matices emocionales —Bud Wolfe, dato anecdótico, lo doblará en la secuencia de la caída al pozo—.
Inolvidable cuarteto este, repito, que conseguiría que muchos no se percataran, entre otros detalles de interés, que el propio Dwight Frye pasara desapercibido tras la apariencia de un aldeano del pueblo.
La sombra de Frankenstein termina con el significativo detalle, una vez muerto (?) el monstruo, de la entrega al pueblo, por parte del barón, de todas las posesiones de los Frankenstein, en un loable intento de corresponder ante tanto horror desatado. Y en esta decisión se conjuga a la perfección la trayectoria emocional del barón, que en ningún momento y pese a su obsesión dejó de tener en cuenta el grave calibre de la situación. Probablemente, por su profunda dimensión y sus matizadas cadencias, nos encontremos ante una de las más geniales creaciones de doctor Frankenstein aparecidas hasta la fecha. Sí, Rathbone, junto al querido Peter Cushing —al que visitaremos unas páginas más adelante—, constituirán los dos rostros mejor identificados con dicho personaje.
Y con esta excelente realización de Rowland Van Lee, plena de hallazgos y sensibilidad expresionista —recordar aquel establecimiento en el que aparece el nombre de Emil Lang, homenajeando, supongo, a Jannings y Fritz, insignes personalidades de la cinematografía germana—, de cotas artísticas comparables perfectamente a la genialidad de Whale, se cierra la trilogía más apasionante de la temática. Habrían de aparecer con el devenir de los tiempos otros títulos solemnes; pero, particularmente, pienso que en todo el género fantástico es difícil encontrar una tríada que presente tantos hallazgos psicológicos y tantas exquisiteces plásticas como ésta.