Quizá sea productivo contextualizar al doctor Frankenstein de Fisher con la percepción de la ciencia que se iba cristalizando en los años cincuenta, después de la Segunda Guerra Mundial. Resulta que los mismos científicos que desarrollaban las V2 para Hitler (algunos de manera más o menos "forzada") se dedicaron a la fabricación de mísiles y a la carrera espacial en Estados Unidos, generosamente retribuidos. Que la visión ingenua y progresista de las ventajas de la fisión del átomo se había ensombrecido con la monstruosidad de Hiroshima y Nagasaki y el terror a la radioactividad (tan presente en el cine de ciencia ficción de la época). Que los tratamientos psiquiátricos escondían a menudo la represión de la disidencia política (y no sólo en la URSS). Que se vivía al borde del abismo, de ahí tanto mensaje apocalíptico y, como reacción, las llamadas desesperadas a la paz.
En ese aparente todo vale, un personaje como el doctor Frankenstein fisheriano se mueve como pez en el agua, sea en su laboratorio, en la trastienda de una consulta médica o en un sanatorio psiquiátrico. El Henry Frankenstein de Whale queda anonadado por su éxito: el grito enloquecido de “It’s alive!”, paradójicamente, señala el inicio del fin. Ha jugado a ser Dios y, en principio, parece haber ganado la apuesta. Pero su éxito es a la vez su fracaso, por el que va a tener que pagar un precio elevado. Ya en La novia de Frankenstein hace falta otro personaje, el doctor Pretorius, para reavivar el fuego blasfemo de jugar a ser un dios. Y el inductor pagará también con su vida.
En cambio, el Victor encarnado por Cushing ya no juega a ser Dios, sino que en su mundo no hace falta un dios. La ciencia es su única religión, y el poder sin límites que pretende obtener con ella su moral. Si acaso, su tormento es que no puede pararse, que vive permanentemente en un torbellino que lo arrastra. Si no fuera porque Victor es un individualista total, y que no me parece imaginable verlo convertido en el sicario de un sistema externo a él, quizá una figura real con la que compararla sería la de Josef Mengele.