Sin conquista
ANG LEE invierte en su último filme la iconografía tradicional
JORDI BALLÓ - 03/02/2006
No se puede dudar de que Ang Lee es un director hábil donde los haya. Tiene una capacidad innata para hacer cine mainstream a partir de una idea que demuestra ser especialmente fértil y rentable, la del cruce de procedencias iconográficas entre Oriente y Occidente. En Tigre y dragón reivindicaba la levedad, la ligereza y lo aéreo dando a estos principios típicos del cine asiático la estructura narrativa del cine occidental. En Brokeback Mountain hace la operación inversa, y reelabora una idea del paisaje típica del arte chino, y también japonés, para trasplantarlo al cine americano clásico. Y este cruce produce chispas, que no hacen daño. Y por ello son al fin aceptadas y aclamadas.
¿Cuál es la aportación de esta película? Fundamentalmente, la sustitución de la idea del paisaje como un territorio de conquista, típica del arte americano y particularmente del western, por otra visión más armónica, donde la naturaleza no es ajena a los personas, donde se recurre a ella para fundirse, para convivir, incluso para morir. Ésta es para mí la innovación fundamental. Lo importante no es que los dos hombres sientan una atracción distinta, que ya está contenida, en off, en los mejores westerns del cine clásico, sino que son capaces de construir un espacio natural para el amor y la fraternidad que queda incólume tras su paso, que no necesita ser hollado para hacerse visible. El espíritu del western es de conquista y así lo intuimos cuando un pistolero errático se confronta con el horizonte, cuando una familia de colonos parece sentir la hora de haber llegado, tras muchas didicultades, a la tierra prometida, o cuando un motorista desmelenado se detiene ante el trozo de desierto con el que ha combatido a base de velocidad y destreza. La mirada de todos ellos sobre el territorio es de posesión: aquello que está a la vista es su Olimpo, aunque sea fugaz, aunque pueda ser intercambiable por nuevos nomadismos. Y gran parte del cine americano, su casi totalidad, nos ha hecho sentir esta filosofía de vida sólo con la construcción visual de la confrontación entre hombre y horizonte. En Brokeback Mountain,en cambio, el paisaje se vive, se siente, acoge, y puede ser, como en La balada de Narayama,el espacio del acto final.
La cuestión del paisaje es nuclear en el cine contemporáneo, porque es donde ponemos en cuestión la medida entre la humanidad, los sentimientos y el mundo. La película de Ang Lee provoca una extraña congoja pese a que evidencia demasiado el entramado que la sustenta. Pero lo importante en este caso es que esta película consigue una inversión de la iconografía tradicional. Una parte de esta inversión correspondería a la parafernalia exterior y decorativa del western, con los sombreros tejanos, los caballos, el fuego de campo o los rodeos: Ang Lee juega con la continuidad de estos elementos, buscando la inquietud al establecer ligeras variaciones sobre el deseo de los protagonistas. En cambio, la inversión profunda se centra en esta mirada a la montaña como un lugar que escenifica la voluntad del encuentro, como esta fotografía emocionante que ilumina el paisaje íntimo de uno de los personajes, una fotografía que es suficiente para conmemorar los años vividos.
Normalmente el cine contemporáneo sitúa su reelaboración del paisaje en lo urbano. Pero algunos filmes no abandonan totalmente el paisaje solitario y extremo, más allá de lo topografiado, confiando en que aún no esté totalmente absorbido por la banalidad. Esta película se adentra en las entrañas de una cultura clásica del paisaje - la del arte americano- para demostrarnos que otra mirada era posible. Y, al hacerlo, te hace sentir la fuerza de los pasos perdidos.