Esta película suele verse como una muestra de versatilidad por parte de Fellini, en el mismo espíritu que nos dio “Los clowns” o “Cuaderno de un director”, pero a mí me defrauda un poco por cómo supone por un lado una simplificación de las formas y por otro un abandono de esa ambigüedad poliédrica de las películas anteriores que la hace mucho menos sugerente (de hecho, puedo decir que esta película ha sido de las pocas, si no la única, que, en revisión, no me ha deparado detalles ni lecturas nuevos).
El concepto de una orquesta como metáfora de la sociedad y del director como imagen del poder político es atractiva aunque un tanto inexacta (leí hace tiempo una entrevista con un director famoso, creo que se trataba de Barenboim, en la que le mencionaban esta película y él afirmaba algo así como que Fellini no sabía cómo funcionaba una orquesta). Es cierto que ha habido maestros orquestales famosos por su despotismo (recuerdo ahora al legendario Fritz Reiner en la Sinfónica de Chicago, que, preguntado por su manera de conseguir de los músicos una entrada especialmente difícil en un concierto para piano y orquesta de Mozart, bromeaba con la boca chica que aquello era facilísimo, bastaba con despedir a los músicos si lo hacían mal), pero también que un director es en principio un facilitador, un coordinador, un intermediario, que por mucho que esté llamando la atención en un estrado la música va a ser más o menos la misma, y que, de hecho, se han llevado a cabo experiencias de agrupaciones que han sabido salir adelante mediante técnicas que hacen innecesaria una persona marcando tiempo y entradas (me viene a la mente la Orquesta de Camara Orpheus, que lleva muchos años tocando sin usar directores, y también hay otra ahora en Francia, creo que se trata de Les Dissonances).
Creo que Mad Dog acierta con la clave de todo esto al relacionar el divismo que rodea a muchos directores de orquesta (la figura de Arturo Toscanini, referenciada en los diálogos y a través de fotografías, es clave) con el divismo de los directores de cine convertidos en estrella (Fellini casi ejemplificando el concepto), y que la conflictividad en las relaciones laborales es inevitable cuando estamos ante un “artista” que plantea exigencias que van más allá de fichar e irse a casa. Aunque bien es cierto que Fellini juega aquí a chocar y a confundir expectativas, recreándose en lo vulgar y turbulento de los miembros de la orquesta, cuando todo el mundo tiene la imagen, cuando piensa en músicos clásicos, de personas con unos modales exquisitos, el tipo de grupo variopinto y “currante” que vemos aquí me casa más con un equipo cinematográfico que con personas del medio musical a quienes, para bien o para mal, les han limado gran parte de esa espontaneidad a lo largo de años de conservatorio. De hecho, me aventuraría a afirmar que aquí Fellini nos da otra versión más de sus clases de alumnos incontrolables burlándose del maestro.
Por lo demás, creo que la película lo que hace en principio es desarrollar el tipo de escena que Fellini suele despachar en 15 o 20 minutos en sus películas “grandes”. El inicio, con la presentación de la sala por el copista, me recuerda mucho al del palacio de la princesa donde va a tener lugar el desfile de moda eclesiástica en “Roma”, y todas las entrevistas a los músicos uno por uno no hacen sino desarrollar brevemente el tipo de trazos caricaturísticos que normalmente se nos presentan de un modo visual. Dicho lo cual, encuentro bastante inspiradas esas breves viñetas, bastante documentadas en cuanto al partido literario que puede extraerse de cada instrumento, e ilustrativas de lo especial e imprescindible que se considera a sí misma cada persona, aunque en realidad no lo sea (aprovecho para subrayar que aquí aparece como co-guionista solitario mi reivindicado, y de carrera no muy afortunada, Brunello Rondi).
Lo que me satisface un poco menos es el giro más “político” y explícito que da aquí el cine de Fellini, con unas lecturas un poco inevitables que, aquí y en “La ciudad de las mujeres”, debieron de dar a Federico una cierta fama de reaccionario de derechas que le hizo flaco favor a la hora de mantenerse en la cumbre del cine. Aunque el director de orquesta, como bien dice Alex Fletcher, hace gala de una falsa humildad pero en el fondo se siente muy cómodo en el papel de déspota, sí que creo ver una mirada un tanto horrorizada ante las reivindicaciones violentas de los músicos, y un cierto sentido de que, sin una mano firme que guíe toda la interpretación, no hay concierto orquestal que valga (algo que podría parecer de Perogrullo salvando que existen maestros que logran buenos resultados con una actitud dialogante).
Encuentro interesante, no obstante, el único elemento fantasmagórico de la película, esos misteriosos temblores y avisos de catástrofe que notamos durante toda la película y que desembocan en la irrupción de la bola de demolición rompiendo el muro. Ese clima de desastre inminente (no olvidemos la atmósfera socialmente enrarecida de una Italia a punto de entrar en los “años de plomo”), esa incertidumbre a todos los niveles, es vista como un caldo de cultivo para el totalitarismo: bajo el choque de la catástrofe (y de la muerte de la arpista, de la que ninguno habla), ya nadie cuestiona los abusos verbales del maestro, que incluso cambia al alemán en lo que supone un guiño a Hitler que considero un poco facilón. Cuanto más oníricas, más me funcionan las metáforas fellinianas.
Otra cosa de lo que quería salir al paso es lo que se ha afirmado de que, al tratarse de una producción concebida para televisión con menores medios, la realización carece de florituras, y yo creo que no, que hay detallitos muy curiosos, como ese rápido zoom hacia adelante y atrás para marcar el final de la ejecución de un pasaje musical, o la traviesa filmación del metrónomo gigante con que se pretende sustituir al director, que hace panorámica hacia la derecha cuando la aguja hace su movimiento pendular hacia la izquierda, y viceversa, como queriendo jugar un poco con el significado político de esas direcciones, que no siempre está muy claro.
Y en general, como casi siempre en el cine, me resulta un poco molesto que se note tantísimo que los actores no están tocando sus instrumentos (el caso, volviendo a la película anterior, de Tina Aumont y su violonchelo en “Casanova” es casi insultante). Se podría argumentar que sería muy difícil encontrar a tantos músicos que supiesen actuar (aunque ahí tenéis al pianista que contrató Stephen Frears para “Florence Foster Jenkins”) pero sin embargo esa despreocupación no sucede cuando se trata de secuencias de acción, en las cuales los cineastas invierten grandes medios y esfuerzo para disimular que los protagonistas en realidad no saben pelear o conducir. En los últimos tiempos parece que esto se cuida más (viendo películas como “La La Land” o el reciente “biopic” francés de Django Reinhardt, la ilusión de que Ryan Gosling o Reda Kateb son expertos teclistas o guitarristas es bastante convincente). En todo caso, si Fellini ponía a sus actores a recitar la lista de la compra y luego los doblaba, tampoco hay que preocuparse mucho si miras el plano general de la orquesta cuando hace la panorámica y todos están haciendo lo mismo...