Revisitando
El mago de Oz.
Hay películas a las que vuelves una y otra, y otra vez. Películas tontorronas, ñoñas, más simples que el mecanismo de un ladrillo y que a pesar de éso (o por éso mismo) te emocionan y te sugieren muchísimas cosas, y nunca te han dejado de sugerirlas. El mago de Oz es una película aparentemente muy simple (al igual que mi admirada El gabinete del Dr. Caligari, con la que tiene en común muchas más cosas de las que parecería a primera vista: charlatanes de feria, contexto de crisis económica y social, magos maléficos, confusión de realidad y fantasía, personajes del mundo real que se transfiguran en los sueños...), pero en realidad quizá muy complicada y sugestiva de muchas cosas (dejando de lado otras interpretaciones digamos más...
festivas), y que (al igual también que El Gabinete...) parece una película de dibujos animados, pero hecha con actores de verdad y en escenarios de un plató, donde todo es deliberadamente artificial y brillante, familiar pero extraño (como en el filme de Wiene), como hecho de plástico, y tiene estilizadas formas
art-decó.
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Esta es de las pocas películas de mi infancia que, a día, de hoy, me sigue emocionado. Y creo que es básicamente por la sencillez de su historia, tan universal,tan sugestiva, y por la combinación de elementos realistas -casi documentales, diríamos- y fantásticos, oníricos. Acompañamos a Dorita, esa chiquilla de Kansas (logramos olvidarnos hasta de que Judy Garland de niña tiene ya bien poco y lleva lo menos una talla noventa de sostén) en su viaje iniciático. Esa Dorita que no entiende a los mayores, tan absortos en sus problemas, que no encuentra su lugar en el mundo, que vive en una granja tristona con sus devotos y abstemios tíos en la época de la Gran Depresión (algo que no estaba en la novela original, pero que probablemente, sea uno de los grandes aciertos de la película). Un mundo donde, sin embargo, hay héroes, aunque no sean reconocidos como tales, y brujas malas.
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Y es que, efectivamente, el crack del 29 (algo que se recuerda dolorosamente en estas fechas) había aumentado las diferencias entre los que tenían y los que no. Y la tía de Dorita no se corta un pelo a la hora de decírnoslo: "Miss Gulch, usted se cree que porque es la dueña de medio pueblo, puede hacer lo que le da la gana. Llevo veinte años callándome lo que pienso de usted" (me sorprende que la película -si bien el libro original de Lyman Frank Baum, que se ha visto como una metáfora de la fiebre del oro -ir al Oeste, el camino de baldosas amarillas, la Ciudad de Esmeralda- nunca se haya interpretado como una suerte de crítica al capitalismo, al menos que yo sepa):
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Pero tampoco estamos ante una película revolucionaria, y como la tía de Dorita "es una mujer cristiana", pues se sigue callando lo que piensa de Miss Gulch. La incomprendida Dorita escapa de casa, como suelen hacer los adolescentes contrariados, y es la particular intervención de dos
deus ex machina -El Profesor Maravillas y el ciclón- lo que la hacen volver a casa. Pero el que emprende Dorita no es un simple viaje de vuelta, sino que encierra todos los símbolos del viaje iniciático del héroe: la destrucción del monstruo, la aparición de los compañeros del héroe (o heroína, en este caso), que, conscientes de sus limitaciones, se enfrascan en una misión de mejoramiento personal, y al hacerlo descubrirán que sus verdaderos tesoros, aquellos que buscaban, siempre estuvieron en realidad dentro de ellos, pero tenían que saber donde buscarlos,
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la destrucción (la prisión en el castillo de la Bruja Mala del Oeste, que hilando un poco fino, quizá podría verse también como una metáfora de regímenes totalitarios, con su arquitectura opresiva, sus monos voladores con indumentarias japonizantes y sus guardias en plan cosacos rusos y sus misteriosos cánticos, que han generado toda una plétora de interpretaciones al respecto)
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y el renacimiento (el regreso a Oz, y a casa).
Pero todo queda en casa, nunca mejor dicho, y (como más de uno de nuestros políticos debería recordar antes de ponerse a largar tonterías) se está en casa mejor que en ningún sitio, pues es ahí donde tenemos todos nuestros verdaderos tesoros: los seres que nos importan, los recuerdos, las cualidades personales que sólo se adquieren y se mejoran si, como el Espantapájaros, el Hombre de Hojalata y el León, se ejercitan.
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Llámenme ñoña, pero a mí es una película que, jolín, cancioncillas aparte y Technicolores pasteleros, me emociona. Creo que es deliberadamente nostálgica. Esa nostalgia tan criticada y yo creo que tan reivindicable -pues es un lugar imposible, como Oz, pero al que todos pertenecemos o habremos pertenecido en algún momento. Algo que quizá nunca existió y a lo que todos aspiramos aunque no sepamos definirlo. Seguro que en 1939 ya parecía antigua (que no anticuada), y estoy segura de que dentro de cincuenta años -si sigue habiendo mundo- será igual. En tanto la idea del hogar, de pertenecer a algo a lo que se quiere volver, que nos define, que nos da sentido, persista.