Vista ayer (aunque no en casa sino en la Filmoteca)
Blacula (para los despistados que no hayan pillado la contracción, el título en castellano es
Drácula negro), de William Crain, aproximación a la leyenda del vampirismo dentro del subgénero de la
blaxploitation, en el momento de su máximo esplendor, a principios de los setenta. Después del detective privado interpretado por Richard Roundtree en
Shaft, ahora se trataba de afroamericanizar otro mito del cine: Drácula. El príncipe africano Mamuwalde (William Marshall) y su esposa Luva (la bella Vonetta McGee)
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viajan a finales del siglo XVIII a Transilvania, donde son acogidos por el conde Drácula. Durante una cena, una discusión sobre el tráfico de esclavos provoca el enfado del conde, que condena a Mamuwalde a la condición de vampiro, encerrándolo de paso en un ataúd, bajo candado, y otorgándole el nombre de Blacula. De paso, condena también a su esposa a velarlo mientras viva.
Pasados un par de siglos, una pareja de diseñadores norteamericanos caricaturescamente gais compran las propiedades del conde Drácula (que se comenta que fue eliminado, él y los suyos, por Van Helsing). Varios objetos, entre ellos el ataúd donde mora Blacula, viajan hasta Los Angeles. A partir de ese momento, la curiosidad por el contenido del ataúd va a provocar que Blacula inicie libremente sus correrías por la noche angelina a ritmo de música soul. En ese deambular va a darse de bruces, literalmente, con Tina, imagen viviente de su esposa Luva. Recuperamos, por tanto, ese recurso utilizado varias veces en el cine de una relación amorosa separada “por océanos de tiempo” (:ceja), como recordaba Jane Olsen en otro hilo en referencia al Drácula de Coppola. Algo que vimos hace poco en el comentario a
She o que podemos también recordar de
La momia de Karl Freund.
Todo el interés de Mamuwalde se centra en despertar el amor dormido de Tina/Luva, aunque de paso va dejando un reguero de muertos rápidamente convertidos en acólitos vampíricos, en un frenesí entre ridículo y horripilante… pero no tanto por lo terrorífico de la propuesta sino por esos peinados y vestidos con que los años 70 tuvieron a bien castigar a la humanidad y al buen gusto. A destacar el cambio piloso que experimenta Mamuwalde cuando se torna Blacula.
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Con todo, el film no deja de tener algunos elementos de interés. Por ejemplo, la actualización del mito conlleva que además de no reflejarse en los espejos, Blacula no aparece en las fotos; el vampiro afroamericano (en puridad, africano, puesto que es un príncipe del llamado "continente negro") se transforma en murciélago con cierta gracia;
la muerte de Blacula, exponiéndose al sol voluntariamente, es, de hecho, un suicidio, al que se entrega cuando Luva, a quien ha convertido en vampira, muere por la acción del doctor Gordon Thomas (Thalmus Rasulala) que le clava una estaca
.
También se puede ver la película como una alegoría del esclavismo, ya que Drácula (un chupasangres europeo y blanco, refinado en las formas pero cruel en los hechos) es el que condena el príncipe africano a una vida maldita, separándolo de su amada esposa y privándolo de su tierra y de su pueblo (que, por cierto, se sitúa en alguna zona del río Niger).
Un apunte sobre la banda sonora (pensando en Alex Fletcher :ceja): hay varios números musicales de soul, vibrantes, que se interpretan en directo en un club donde los personajes, incluido Blacula, se reúnen varias veces. Pero lo que es la música de relleno es de un adocenado que tira de espaldas, una de esas musiquillas típicas de la época, intercambiables, que tanto pueden ilustrar un momento de comedia romántica como una pausa en un tardowestern, la previa a una secuencia de contundente
slasher como los prolegómenos de una sesión porno de “
in-out, in-out”, que diría otro Alex.
Por cierto, hay secuela:
Scream Blacula Scream.