Transformado en esposo y padre, se vio tan solicitado por los deberes familiares que abandonó algunas de sus funciones públicas para consagrarse a la educación de sus hijos. Yo era el mayor, y debía sucederlo en sus tareas. Difícilmente, alguien haya tenido padres más tiernos que los míos. Mi educación y mi salud eran objeto de una constante solicitud, tanto más esmerada en razón de que yo fui, durante varios años, su único hijo. Pero, antes de continuar mi relato, debo referirme a un hecho que ocurrió cuando yo tenía cuatro años.
Mi padre tenía una hermana a la que quería mucho, y que se había casado muy joven, con un gentilhombre italiano. Poco tiempo después del casamiento, se había ido a Italia con su marido; desde entonces, habían pasado varios años sin que mi padre tuviera muchas noticias de ella. Murió para la época de la que yo hablaba. Algunos meses más tarde, mi padre recibió una carta del marido, en la que éste le comunicaba su intención de casarse con una italiana y le pedía que se hiciera cargo de Elizabeth, la única hija que había tenido con mi tía. “Deseo —decía él— que la trate y la eduque como si fuera hija suya. La fortuna de la madre es para ella; yo le haré llegar los títulos. Reflexione sobre esta proposición; de usted depende que su sobrina sea criada por usted o por una madrastra.”Mi padre no dudó. Inmediatamente viajó a Italia para traer a la pequeña Elizabeth a su nueva casa. A menudo oí decir a mi madre que mi prima era entonces la niña más linda que había visto en su vida, que tenía un carácter muy dulce y que se hacía adorar. Estas cualidades y el deseo de anudar lo más estrechamente posible los lazos del amor doméstico, determinaron que mi madre mirara a Elizabeth como a mi futura mujer, proyecto del que nunca se arrepintió.
Desde ese momento, Elizabeth Lavenza fue mi compañera de juegos y, cuando crecimos, fue mi amiga. Estaba dotada de una naturaleza excelente, tan alegre y locuela como una mariposa. Pero ello no impedía que sus sensaciones fueran fuertes y profundas, y su carácter prodigiosamente apasionado. Nadie sabía mejor que ella gozar de la libertad, nadie tampoco se sometía con más gracia a la necesidad y al capricho. Su imaginación era brillante, aunque ella fuera capaz de una gran aplicación. Sus rasgos eran la imagen de su alma: los ojos castaños, tan vivos como los de un pajarito, irradiaban una dulzura atrayente; la figura era grácil y animada. Infatigable, tenía sin embargo el aspecto de la mujer más delicada del mundo. Lleno de admiración por su inteligencia y su manera de ser, yo la seguía encantado, como se sigue al animal favorito; nunca vi tantos encantos en una persona unidos a tan poca vanidad.
Todo el mundo adoraba a Elizabeth. Si los domésticos necesitaban solicitar algo, siempre lo hacían por su intermedio. Entre nosotros, no existían las disputas; es cierto que nuestros caracteres eran muy diferentes, pero había armonía en esta oposición. Yo era más calmo y más reflexivo que mi compañera, sin embargo no era tan dulce. Me concentraba durante mucho más tiempo, pero ella era menos obstinada. A mí, me interesaba investigar los fenómenos del mundo físico; ella se complacía en seguir las osadas inspiraciones de los poetas. El mundo era para mí un secreto que yo deseaba penetrar; para ella, era un vacío que trataba de poblar con seres de su propia imaginación.
Mis hermanos eran mucho más pequeños; pero, entre mis condiscípulos, tenía un amigo de mi edad. Henry Clerval era hijo de un hombre de negocios de Ginebra, íntimo amigo de mi padre. Un niño de un talento y una imaginación extraordinarios. Recuerdo que, a la edad de nueve años, escribió un cuento de hadas, que suscitaba el deleite y el asombro en todos sus compañeros. Tenía predilección por las novelas de caballería; y, cuando éramos muy jóvenes, representábamos piezas que él componía basándose en esos libros, cuyos principales personajes eran Roland, Robin Hood, Amadís y San Jorge.
No puedo imaginar una juventud más feliz que la mía, con padres indulgentes y amigos maravillosos. Nunca nos sentimos forzados en nuestros estudios; de alguna manera, siempre teníamos delante un objetivo que nos impulsaba a seguirlos con ardor. Fue así, y no por emulación, que adquirimos el gusto por el trabajo. No era la rivalidad con sus compañeras lo que llevaba a Elizabeth a aplicarse en el dibujo, sino el deseo de agradar a su tía, mostrándole un lindo paisaje hecho por ella misma. Aprendimos el latín y el inglés para poder leer a los autores de esas lenguas; jamás estudiamos por temor al castigo; lo que para otros hubiera sido un penoso trabajo, para nosotros era una distracción. Quizá no hemos leído demasiados libros, ni aprendimos las lenguas con la misma prontitud que aquellos a quienes les enseñan con los métodos comunes, pero todo lo que aprendimos nos ha quedado grabado más profundamente.
Incluyo a Henry Clerval en la descripción de nuestro círculo familiar, pues él estaba constantemente con nosotros. Iba a la escuela conmigo y pasaba casi todas las tardes en casa; como era hijo único, a su padre le agradaba que encontrara en nuestro hogar la compañía que no tenía en el suyo. En cambio, nosotros no nos sentíamos del todo felices los días que Clerval no venía.
Me gusta demorarme en los recuerdos de mi infancia, cuando todavía no conocía la desgracia que cambió mis ideas luminosas sobre la utilidad general en profundas y estrechas reflexiones sobre mí mismo. Pero, al trazar el cuadro de los años de mi juventud, no debo omitir los acontecimientos que me condujeron insensiblemente a la desdicha; pues, si pienso en el nacimiento de esta pasión que luego signó mi destiño, la veo salir de fuentes impuras y casi olvidadas, como un manantial que brota en los flancos de una montaña, pero que, creciendo en forma imperceptible, se convierte en el torrente que, en su curso, ha destruido todas mis esperanzas.
La filosofía natural es el genio que gobernó mi destino; deseo entonces establecer, en este relato, los hechos que inspiraron mi predilección por esta ciencia. Yo tenía trece años, cuando fuimos de excursión a los baños, cerca de Thonon: el mal tiempo nos obligó a quedarnos un día entero encerrados en el albergue, y el azar hizo caer entre mis manos, en esa casa, un volumen de las obras de Cornelius Agrippa. Lo abrí con indiferencia; la teoría que él trata de demostrar y los asombrosos hechos que comenta transformaron este sentimiento en entusiasmo. Una nueva luz aclaraba mi espíritu; salté de alegría y participé a mi padre mi descubrimiento. No puedo dejar de señalar las numerosas ocasiones que tienen los adultos para dirigir las ideas de los jóvenes hacia conocimientos útiles, y cómo las desaprovechan completamente. Mi padre miró con indiferencia el título del libro, y dijo: “¡Ah, Cornelius Agrippa! Víctor querido, no pierdas el tiempo con esto, es una triste ocupación”.
Si, en lugar de esta observación, mi padre se hubiera tomado el trabajo de explicarme que los principios de Agrippa ya habían sido refutados, y que se había desarrollado un nuevo sistema científico, basado en razonamientos más serios que los antiguos porque estaban refrendados por la realidad y se los aplicaba, mientras que aquellos eran quiméricos, ¡oh!, entonces, con toda seguridad hubiera arrojado a Agrippa a un lado y, con una imaginación tan excitable como la mía, me hubiera sumergido en la teoría de la alquimia, el resultado más sensato de los descubrimientos modernos.
Hasta es posible que el curso de mis ideas no hubiera recibido nunca el funesto impulso que provocó mi perdición. Pero, el vago desprecio que mi padre había demostrado por el libro no probaba en absoluto que conociera su contenido, de modo que yo seguí leyéndolo con enorme avidez.
Cuando regresamos a casa, lo primero que hice fue procurarme todas las obras de este autor, luego las de Paracelso y las del Gran Albert. Leí y estudié con deleite los sueños tenebrosos de estos escritores; me parecían tesoros conocidos por muy pocas personas; y aunque a veces deseara hacer conocer a mi padre esas secretas profundidades de la ciencia, siempre me retenía su crítica indeterminada de mi autor favorito. Le conté mi descubrimiento a Elizabeth, bajo la promesa del más estricto secreto; pero ella no se mostró interesada, y debí proseguir solo mis estudios.
Puede parecer extraño un discípulo del Gran Albert en el siglo XVIII, pero en mi familia no había científicos, y yo no había seguido las lecturas recomendadas en las escuelas de Ginebra. Mis sueños no estaban perturbados por la realidad. Así, me entregué con ardor a la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida. Este último fue objeto de toda mi devoción: yo lo prefería a la riqueza; y ¡qué gloria coronaría mi descubrimiento, si lograba extirpar la enfermedad del cuerpo humano para que el hombre sólo pudiera perecer por muerte violenta!
Mis inquietudes no paraban aquí. La aparición de espíritus y demonios era algo generosamente prometido por estos autores: yo esperaba ansiosamente el cumplimiento de la promesa; y, si mis encantamientos no daban resultado, yo lo atribuía más a mi inexperiencia y mi ignorancia que a una falta de habilidad o buena fe de mis maestros.
Los problemas de la naturaleza, que se ofrecen todos los días a nuestros ojos, no escaparon a mi investigación. La circulación y los sorprendentes efectos de la respiración, de los cuales mis autoridades ignoraban completamente la causa, me dejaban atónito; pero, lo que más me maravilló fueron algunas experiencias con una bomba de aire que vi realizar a una persona conocida de mi familia.
La ignorancia de los antiguos filósofos sobre estos puntos y otros, les hacía perder credibilidad; sin embargo, yo no podía abandonarlos completamente antes de que otro sistema los reemplazara en mi espíritu.
Cierta vez, yo tendría alrededor de diecisiete años, nos encontrábamos en nuestra casa, en las proximidades de Belrive, cuando estalló una tormenta terrible. Venía del otro lado de las montañas del Jura, y se anunciaba con relámpagos y truenos que retumbaban en varias partes a la vez, produciendo un estruendo espantoso. Durante todo el tiempo que duró la tormenta, me dediqué a observar sus progresos con curiosidad y placer, sin moverme de la puerta. De golpe, vi salir una llamarada de una vieja encina, muy alta, que se hallaba a unos veinte pasos de la casa; no bien se apagó el fuego, la encina desapareció, y no quedó más que un tronco en ruinas. A la mañana siguiente, fuimos a ver; el árbol no había sido partido ni hendido por el rayo, sino reducido enteramente a astillas. Nunca vi nada que fuera destruido de esa manera.
Las ruinas de ese árbol me dejaron anonadado; le pedí a mi padre que me explicara la naturaleza y el origen del trueno y los relámpagos. “La electricidad”, me dijo, y describió los diferentes efectos de esta fuerza. Construyó una pequeña máquina eléctrica para hacerme algunas demostraciones; también hizo una especie de cometa, con cuerdas y un alambre, que atraía el fluido eléctrico de las nubes.
Este suceso fue el golpe de gracia para Cornelius Agrippa, el Gran Albert y Paracelso, mis venerados maestros durante tanto tiempo. Sin embargo, no me sentí impulsado a comenzar el estudio de un sistema moderno, y este desgano se debía a la circunstancia siguiente.
Mi padre había expresado su deseo de que yo siguiese un curso de filosofía natural; yo había aceptado con mucho entusiasmo. Pero, un accidente me impidió asistir hasta el final, y la última lección me había resultado completamente Ininteligible. El profesor discurría sobre el potasio y el boro, los sulfatos y los óxidos, sin que yo lograra hacerme una idea concreta de estos términos. De modo que me hastié de la ciencia de la filosofía natural, aunque todavía lea con placer a Plinio y Buffon, autores que, en mi opinión, ofrecen un interés y una utilidad semejantes.
En esa época, las matemáticas, y casi todas las ramas de estudio pertenecientes a esta ciencia, constituían mi ocupación principal. También me aplicaba mucho al aprendizaje de las lenguas; el latín ya me era familiar, y comencé a leer a algunos autores griegos, los más fáciles, sin la ayuda del diccionario; además, entendía perfectamente el inglés y el alemán. He aquí la lista de todo lo que yo sabía a los diecisiete años; todos mis momentos estaban dedicados a adquirir y conservar conocimientos en estas materias.
Pero también tuve que cumplir otra tarea: instruir a mis hermanos. Ernest, mi alumno principal, era seis años menor que yo. Había tenido muy mala salud durante su infancia, por lo cual Elizabeth y yo debimos cuidarlo asiduamente. Era de buen carácter, pero incapaz de cualquier aplicación seria. William, el benjamín, todavía era un niño, un pícaro encantador; sus ojos azules y vivos, sus mejillas con hoyuelos y su trato cariñoso inspiraban una gran ternura.
Así estaba compuesto nuestro grupo familiar, del que parecían desterradas para siempre la tristeza y las preocupaciones. Mi padre dirigía nuestros estudios, y mi madre compartía nuestros juegos. Ninguno de nosotros se sentía superior al otro, no conocíamos la voz de orden; pero el afecto mutuo nos llevaba a condescender y obedecer el mínimo deseo de cada uno.