Desde hace tiempo es habitual leer o escuchar lamentos de aficionados afirmando, a cada estreno o a cada anuncio de nominaciones, que la música de cine ha muerto. Es una reacción emocional respetable que tiene su punto comprensible pero también tiene algo de dramaturgia hiperbólica. Que la música de cine ya no es, en términos globales, lo que era antes es una realidad tan evidente como la de que el propio cine tampoco lo es, pero cine muy bueno sigue habiendo y también hay estupendas bandas sonoras. Ahora bien, tiempos pasados fueron mucho mejores, algo que he lamentado en incontables ocasiones desde MundoBSO, aunque no tiene que ver tanto con la música como con el propio cine. Retrocedamos cincuenta años, a 1972, y recordemos algunas de las películas que se estrenaron: The Godfather, Cabaret, Deliverance, Solyaris, Frenzy, Sisters, Le charme discret de la bourgeoisie, Last Tango in Paris, Sleuth, Viskningar och rop, Sounder, Lady Sings the Blues, Travels with My Aunt, The Poseidon Adventure, Mi querida señorita, A zori zdes tikhie, Jeremiah Johnson, Il Caso Mattei, I racconti di Canterbury... si lo comparamos con la cosecha de este o incluso de los anteriores años pues es efectivamente para romper a llorar, pero es una equivalencia que no se puede trasladar proporcionalmente a la música de cine porque hay mucha mejor música de cine que cine en los tiempos presentes.
Es comprensible que los cambios surgidos a partir de Zimmer o coetáneos generen insatisfacción entre los que aman una idea clásica de la música de cine. Es exactamente lo mismo que sucedió en los cincuenta cuando apareció la generación del jazz (en los sesenta en el Reino Unido), o cuando la electrónica encontró su sitio en el cine, y se hizo comercial y popular. Muchas de esas bandas sonoras fueron denostadas y hoy son consideradas clásicos. Zimmer y coetáneos enriquecen, amplían y diversifican la música de cine cuando firman bandas sonoras buenas, y cuando las hacen malas la perjudican y reducen, exactamente como sucede con todos los compositores.
Fuera de Zimmer y coetáneos, también se ha acusado de matar la música de cine a bandas sonoras que con más tolerancia por lo ecléctico deberían ser aplaudidas: The Power of the Dog es una de esas. Es muy respetable que haya a quien no le guste lo que aporta, pero no estaría de más prestar atención a los argumentos de quienes exponemos por qué sí nos gusta (en mi caso, casi entusiasma), pues hay más inteligencia y profundidad dramatúrgica en esta creación (y el vídeo que hice lo demuestra) que en no pocas espléndidas creaciones sinfónicas que realmente no aportan mucho. Cito solo este filme como muestra, pero la lista de obras ejemplares en lo que llevamos de Siglo XXI es suficientemente amplia como para defender que la música de cine está bien viva, aunque cuantitativamente sea mucho más corta que hace cincuenta años. Basta con querer oir la respiración de la música de cine actual y no cerrarse en prejuicios.
Dicho esto, es más que evidente que estamos en un momento delicado por culpa de una industria (norteamericana, pero internacionalizándose) a la que cada vez interesa menos la música, como venimos manifestando desde hace tiempo, como expone claramente el libro de Stephan Eicke y como en las próximas semanas iremos denunciando en artículos sobre el robo a los derechos económicos y autorales de los compositores, que es flagrante. No, ya no es como antes, pero sigue habiendo compositores y compositoras que están peleando mucho por mantener la dignidad de su oficio, el arte de su aportación, y la bandera del cine hecho con la música, y porque existen y están, en tiempos difíciles, lo peor que puede hacerse es decir y decirles que la música de cine ha muerto. Gracias a ellos y ellas aún sigue bien viva.